domingo, 28 de junio de 2009

Benedicto XVI: La Iglesia está ante una emergencia educativa

Discurso a la Conferencia Episcopal Italiana


CIUDAD DEL VATICANO, martes, 23 junio 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI el 28 de mayo en el Aula del Sínodo del Vaticano a la Conferencia Episcopal Italiana.




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Queridos hermanos obispos italianos:

Me alegra encontrarme una vez más con todos vosotros juntos, con ocasión de esta significativa cita anual, en la que os reunís en asamblea para compartir las preocupaciones y las alegrías de vuestro ministerio en las diócesis de la amada nación italiana. De hecho, vuestra asamblea expresa visiblemente y promueve la comunión de la que vive la Iglesia, y que se realiza también en la concordia de las iniciativas y de la acción pastoral.

Con mi presencia vengo a confirmar la comunión eclesial que he visto crecer y fortalecerse constantemente. Doy las gracias, en particular, al cardenal presidente, que en nombre de todos ha confirmado la adhesión fraterna y la comunión cordial con el magisterio y el servicio pastoral del Sucesor de Pedro, reafirmando así la singular unidad que vincula a la Iglesia de Italia con la Sede apostólica. Durante estos meses he recibido muchos testimonios conmovedores de esta adhesión. Os digo de todo corazón: ¡gracias! En este clima de comunión el pueblo cristiano, que experimenta la profunda inserción en el territorio, el vivo sentido de la fe y la sincera pertenencia a la comunidad eclesial -todo ello gracias a vuestra guía pastoral, al servicio generoso de tantos presbíteros y diáconos, y de religiosos y fieles laicos que, con su entrega constante, sostienen el entramado eclesial y la vida diaria de las numerosas parroquias esparcidas por todos los rincones del país-, se puede alimentar provechosamente de la Palabra de Dios y de la gracia de los sacramentos.

No ignoramos las dificultades que las parroquias encuentran al llevar a sus miembros a una plena adhesión a la fe cristiana en nuestro tiempo. No es casualidad que muchos pidan una renovación marcada por una colaboración cada vez mayor de los laicos y de su corresponsabilidad misionera.
Por estas razones, en la acción pastoral oportunamente habéis querido profundizar el compromiso misionero que ha caracterizado el camino de la Iglesia en Italia después del Concilio, poniendo en el centro de la reflexión de vuestra asamblea la tarea fundamental de la educación. Como he reafirmado en varias ocasiones, se trata de una exigencia constitutiva y permanente de la vida de la Iglesia, que hoy tiende a asumir carácter de urgencia e incluso de emergencia.

Durante estos días habéis tenido ocasión de escuchar, reflexionar y debatir sobre la necesidad de preparar una especie de proyecto educativo, que brote de una visión coherente y completa del hombre, como puede surgir únicamente de la imagen y realización perfecta que tenemos en Jesucristo. Él es el Maestro en cuya escuela se ha de redescubrir la tarea educativa como una altísima vocación a la que, con diversas modalidades, están llamados todos los fieles. En este tiempo, en el que es fuerte la fascinación de concepciones relativistas y nihilistas de la vida y en el que se pone en tela de juicio la legitimidad misma de la educación, la primera contribución que podemos dar es la de testimoniar nuestra confianza en la vida y en el hombre, en su razón y en su capacidad de amar.

Esta confianza no es fruto de un optimismo ingenuo, sino que nos viene de la "esperanza fiable" (Spe salvi, 1) que se nos da mediante la fe en la redención realizada por Jesucristo. Con referencia a este fundado acto de amor al hombre, puede surgir una alianza educativa entre todos los que tienen responsabilidades en este delicado ámbito de la vida social y eclesial.

La conclusión, el domingo próximo, del trienio del Ágora de los jóvenes italianos, en el que vuestra Conferencia ha llevado a cabo un itinerario articulado de animación de la pastoral juvenil, constituye una invitación a verificar el camino educativo que se está realizando y a emprender nuevos proyectos destinados a una franja de destinatarios, la de las nuevas generaciones, sumamente amplia y significativa para las responsabilidades educativas de nuestras comunidades eclesiales y de toda la sociedad.

Por último, la obra formativa se extiende también a la edad adulta, que no queda excluida de una verdadera responsabilidad de educación permanente. Nadie queda excluido de la tarea de ocuparse del crecimiento propio y del ajeno hasta "la medida de la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13).

La dificultad de formar cristianos auténticos se mezcla, hasta confundirse, con la dificultad de hacer que crezcan hombres y mujeres responsables y maduros, en los que la conciencia de la verdad y del bien, y la adhesión libre a ellos, estén en el centro del proyecto educativo, capaz de dar forma a un itinerario de crecimiento global debidamente preparado y acompañado. Por esto, junto con un adecuado proyecto que indique la finalidad de la educación a la luz del modelo acabado que se quiere seguir, hacen falta educadores autorizados a los que las nuevas generaciones puedan mirar con confianza.

En este Año paulino, que hemos vivido con la profundización de la palabra y del ejemplo del gran Apóstol de los gentiles, y que de diversos modos habéis celebrado en vuestras diócesis y precisamente ayer todos juntos en la basílica de San Pablo extramuros, resuena con singular eficacia su invitación: "Sed imitadores míos" (1 Co 11, 1). Son palabras valientes, pero un verdadero educador pone en juego en primer lugar su persona y sabe unir autoridad y ejemplaridad en la tarea de educar a los que le han sido encomendados. De ello somos conscientes nosotros mismos, que hemos sido constituidos guías en medio del pueblo de Dios, a los que el apóstol san Pedro dirige, a su vez, la invitación a apacentar la grey de Dios "siendo modelos de la grey" (1 P 5, 3). También sobre estas palabras nos conviene meditar.

Así pues, resulta singularmente feliz esta circunstancia: después del año dedicado al Apóstol de los gentiles, nos disponemos a celebrar un Año sacerdotal. Juntamente con nuestros sacerdotes, estamos llamados a redescubrir la gracia y la tarea del ministerio presbiteral. Este ministerio es un servicio a la Iglesia y al pueblo cristiano, que exige una espiritualidad profunda. En respuesta a la vocación divina, esa espiritualidad debe alimentarse de la oración y de una intensa unión personal con el Señor, para poder servirle en los hermanos mediante la predicación, los sacramentos, una vida de comunidad ordenada y la ayuda a los pobres. En todo el ministerio sacerdotal resalta, de este modo, la importancia de la tarea educativa, para que crezcan personas libres, verdaderamente libres, es decir, responsables, cristianos maduros y conscientes.

No cabe duda de que del espíritu cristiano recibe vitalidad siempre renovada el sentido de solidaridad, que está profundamente arraigado en el corazón de los italianos y encuentra la manera de expresarse con particular intensidad en algunas circunstancias dramáticas de la vida del país, la última de las cuales ha sido el devastador terremoto que asoló algunas áreas de Los Abruzos. Como dijo ya vuestro presidente, durante mi visita a esa tierra trágicamente herida pude darme cuenta personalmente de los lutos, el dolor y los desastres producidos por ese terrible seísmo, pero también he constatado -y esto me ha impresionado enormemente- la fortaleza de espíritu de esas poblaciones, así como el movimiento de solidaridad que se activó inmediatamente en todas las partes de Italia. Nuestras comunidades han respondido con gran generosidad a la petición de ayuda que procedía de aquella región sosteniendo las iniciativas promovidas por la Conferencia episcopal a través de las Cáritas. Deseo renovar a los obispos de Los Abruzos, y a través de ellos a las comunidades locales, la seguridad de mi oración constante y de mi continua cercanía afectuosa.

Desde hace meses estamos constatando los efectos de una crisis financiera y económica que ha sacudido duramente al mundo entero y ha afectado en diversa medida a todos los países. A pesar de las medidas tomadas en varios niveles, se siguen sintiendo los efectos sociales de la crisis, e incluso duramente, de modo especial sobre las franjas más débiles de la sociedad y sobre las familias. Por eso, deseo expresaros mi aprecio y mi aliento por la iniciativa del fondo de solidaridad denominado "Préstamo de la esperanza", que precisamente el domingo próximo tendrá un momento de participación coral en la colecta nacional, que constituye la base del fondo mismo. Esta renovada petición de generosidad, que se añade a las numerosas iniciativas puestas en marcha por muchas diócesis, evocando el gesto de la colecta impulsada por el apóstol san Pablo en favor de la Iglesia de Jerusalén, es un testimonio elocuente de que unos comparten el peso de los otros. En este momento de dificultad, que afecta de modo especial a los que han perdido el empleo, eso es un verdadero acto de culto que brota de la caridad suscitada por el Espíritu del Resucitado en el corazón de los creyentes. Es un anuncio elocuente de la conversión interior generada por el Evangelio y una manifestación conmovedora de comunión eclesial.

Las Iglesias en Italia también están fuertemente comprometidas en una forma esencial de caridad: la caridad intelectual. Un ejemplo significativo es el compromiso en favor de la promoción de una mentalidad generalizada en favor de la vida, en todos sus aspectos y momentos, con una atención particular a la que se encuentra en condiciones de gran fragilidad y precariedad. Testimonia muy bien ese compromiso el manifiesto "Libres para vivir. Amar la vida hasta el final", por el que el laicado católico se empeña de forma unánime en trabajar para que no falte en el país la conciencia de la verdad plena sobre el hombre y la promoción del auténtico bien de las personas y de la sociedad. El "sí" y el "no" que se expresan en ese manifiesto definen los contornos de una auténtica acción educativa y son expresión de un amor fuerte y concreto por cada persona. Por eso, el pensamiento vuelve al tema central de vuestra asamblea -la tarea urgente de la educación- que exige el arraigo en la Palabra de Dios y el discernimiento espiritual, los proyectos culturales y sociales, el testimonio de la unidad y de la gratuidad.

Queridos hermanos en el episcopado, faltan ya pocos días para la solemnidad de Pentecostés, en la que celebraremos el don del Espíritu, que derriba las fronteras y abre a la comprensión de la verdad completa. Invoquemos al Consolador, que no abandona a quienes se dirigen a él, encomendándole el camino de la Iglesia en Italia y a toda persona que vive en este amadísimo país. Que venga sobre todos nosotros el Espíritu de vida y encienda nuestro corazón con el fuego de su amor infinito.

De corazón os bendigo a vosotros y a vuestras comunidades.

sábado, 20 de junio de 2009

Sagrado Corazón, devoción al corazón humano y divino de Jesús



La Iglesia celebra esta solemnidad el viernes de la octava del Corpus Christi


ROMA, viernes 19 de junio de 2009 (ZENIT.org).-La devoción al sagrado corazón pretende "no sólo la contemplación de su amor sensible" sino también elevar a los hombres "hasta la consideración y adoración de su excelentísimo amor infundido", así lo dijo el papa Pío XII en su encíclica Haurietis aquas, la tercera que se ha escrito sobre el culto al Sagrado Corazón.

La historia de esta devoción tiene más de 800 años. Sus inicios se dieron con la mística alemana del tardo medioevo Matilde Magdeburgo (1207 - 1282), seguida por Matilde de Hackenborn (1241 - 1299) y por Getrude de Helfta (1266 - 1302).

Luego, fueron varios los santos que continuaron promoviendo el culto al Sagrado Corazón. Entre ellos están san Buenaventura, san Alberto Magno, santa Gertrudis, santa Catalina de Siena, el beato Enrique Suso, san Pedro Canisio y san Francisco de Sales.

San Juan Eudes fue el autor del primer oficio litúrgico en honor del Sagrado Corazón de Jesús, cuya fiesta solemne se celebró por primera vez el 20 de octubre de 1672.

El hito de esta celebración lo marcó santa Margarita María Alacoque, religiosa de la orden de la Visitación, quien recibió varias revelaciones del mismo Señor Jesús para que impulsara más esta devoción. Revelaciones que luego fueron difundidas por su consejero espiritual, el jesuita san Claudio de la Colombiere.

El Papa Pío XII aseguraba que esta devoción puede llevar a los hombres, "en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la meditación y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado".

¿Devoción o idolatría?

Pero ¿no es acaso una idolatría adorar un corazón? ¿esta devoción no puede acaso disminuir en el creyente el fervor hacia Dios Padre? ¿no adoran los católicos un corazón más metafórico y menos real?

Según informaciones suministradas a ZENIT en la basílica del Sagrado Corazón de Roma, que recientemente organizó un congreso sobre el culto al Sagrado Corazón, en el siglo XVIII hubo un fuerte debate sobre el objeto de este culto, calificado por muchos fieles justamente como un acto de idolatría.

Para aclarar cualquier distorsión, en 1765 la Congregación vaticana para los Ritos afirmó que el corazón de carne sería símbolo de amor. En 1794 el Papa Pío VI en la bula Auctorem fidei confirmó esta declaración diciendo que se adora el corazón "indispensablemente unido a la persona del Verbo".

Pío IX extendió la fiesta del Sagrado Corazón a toda la Iglesia el 23 de agosto de 1856 y en el calendario postconciliar permaneció como solemnidad.

Tres encíclicas se han centrado propiamente en hablar sobre de esta devoción: Annum Sacrum del Papa León XIII, quien consagró la humanidad entera al Sagrado Corazón, Miserentissimus Redemptor de Pío XI y Haurietis aquas de Pío XII.

"Aquel que conoce a Cristo pero descuida su ley y sus preceptos, aún puede ganar de su Sagrado Corazón la llama de la caridad", decía León XII en la encíclica Annum Sacrum.

"El cumplirá su voluntad sobre todos los hombres por la salvación de unos y el castigo de otros, pero también en su vida mortal dando fe y santidad. Que ellos por estas virtudes se esfuercen por honrar a Dios como deberían y ganar la felicidad eterna en el cielo", decía el pontífice.

Por su parte el Papa Pío XI habla, en su encíclica Miserentissimus Redemptor, sobre la unión del amor de los hombres con el corazón humano y divino de Jesús: "Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas 'por nosotros los hombres y por nuestra salvación', tristeza, angustias, oprobios, 'quebrantado por nuestras culpas' y sanándonos con sus llagas".

Adorar el Sagrado Corazón

Así, la Iglesia durante siglos ha meditado sobre esta devoción y ha planteado para ella tres postulados principales. El primero indica que así como todo edificio debe tener su base firme, la base del cristiano debe ser el amor. Este punto recuerda a los cristianos que Dios nos ha amado primero.

El segundo habla de la reparación como compromiso: el alma tiene la virtud y la necesidad del amor que quiere demostrarse y compartirse en los sufrimientos que Cristo padeció en Getsemaní.

Por último habla de la imitación como aspiración: tomar la familiaridad con Cristo en el misterio pascual y abrazarla, y en la eucaristía. Esto induce a incorporar las virtudes para que podamos decir como Jesús "Aprender de mi que soy manso y humilde de corazón" (Mateo 11, 28).

Así pues, el papa Pío XII sintetiza en su encíclica dedicada a este culto: "¿Qué homenaje religioso más noble, más suave y más saludable que este culto, pues se dirige todo a la caridad misma de Dios?".

Por Carmen Elena Villa

domingo, 14 de junio de 2009

Benedicto XVI en el Corpus Christi: El cielo viene a la tierra



Homilía durante la celebración eucarística


ROMA, viernes, 12 junio 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este jueves, día del Corpus Christi en el Vaticano, durante la celebración eucarística que presidió en la tarde, en el atrio de la Basílica de San Juan de Letrán.





"Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre".




Queridos hermanos y hermanas:

Estas palabras, que pronunció Jesús en la Última Cena, se repiten cada vez que se renueva el sacrificio eucarístico. Las acabamos de escuchar, en el Evangelio de Marcos, y resuenan con una singular potencia evocadora hoy, solemnidad del Corpus Christi. Nos llevan espiritualmente al Cenáculo, nos hacen revivir el clima espiritual de aquella noche cuando, al celebrar la Pascua con los suyos, el Señor, en el misterio, anticipó el sacrificio que se consumaría el día después sobre la cruz. La institución de la Eucaristía se nos presenta de este modo como anticipación y aceptación por parte de Jesús de su muerte. Escribe san Efrén de Siria: "Durante la cena, Jesús se inmoló así mismo; en la cruz Él fue inmolado por los otros" (Cf. Himno sobre la crucifixión 3,1).

"Esta es mi sangre". Es clara aquí la referencia al lenguaje empleado para los sacrificios de Israel. Jesús se presenta a sí mismo como verdadero y definitivo sacrificio, en el cual se realiza la expiación de los pecados que, en los ritos del Antiguo Testamento, no se habían cumplido nunca totalmente. A esta expresión le siguen otras dos muy significativas. Ante todo, Jesucristo dice que su sangre "es derramada por muchos" con una comprensible referencia a los cantos del Siervo, que se encuentran en el libro de Isaías (Cf. capítulo 53). Al añadir "sangre de la alianza", Jesús manifiesta además que, gracias a su muerte, se realiza la profecía de la nueva alianza fundada en la fidelidad y el amor infinito del Hijo hecho hombre, una alianza, por tanto, más fuerte que todos los pecados de la humanidad. La antigua alianza había sido sancionada en el Sinaí con un rito de sacrificio de animales, como hemos escuchado en la primera lectura y el pueblo elegido, liberado de la esclavitud de Egipto, había prometido seguir todos los mandamientos dados por el Señor (Cf. Éxodo 24, 3).

En verdad, Israel desde el comienzo, con la construcción del becerro de oro, se mostró incapaz de mantenerse fiel al pacto divino, que de hecho, transgredió muy a menudo, adaptando a su corazón de piedra la Ley que debería haberle enseñado el camino de la vida. Sin embargo, el Señor no faltó a su promesa y, por medio de los profetas, se preocupó en recordar la dimensión interior de la alianza y anunció que iba a escribir una nueva en los corazones de sus fieles (Cf. Jeremías 31,33), transformándolos con el don del Espíritu (Cf. Ezequiel 36, 25-27). Y fue durante la Última Cena cuando estableció con los discípulos esta nueva alianza, confirmándola no con sacrificios de animales, como ocurría en el pasado, sino con su sangre, que se convirtió "sangre de la nueva alianza".

Ello se evidencia en la segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, donde el autor sagrado declara que Jesús es "mediador de una Nueva Alianza" (9,15). Lo es gracias a su sangre o, con mayor exactitud, gracias a su inmolación, que da pleno valor al derramamiento de su sangre. En la cruz, Jesús es al mismo tiempo víctima y sacerdote: víctima digna de Dios, porque está sin mancha, y sumo sacerdote que se ofrece a sí mismo, bajo el impulso del Espíritu Santo, e intercede por toda la humanidad. La Cruz es, por lo tanto, misterio de amor y de salvación, que nos purifica la conciencia de las "obras muertas", es decir de los pecados, y nos santifica esculpiendo la alianza nueva en nuestro corazón; la Eucaristía, renovando el sacrificio de la Cruz, nos hace capaces de vivir fielmente la comunión con Dios.

Queridos hermanos y hermanas. Os saludo a todos con afecto, empezando por el cardenal vicario y los demás cardenales y obispos presentes, como el pueblo elegido reunido en la asamblea del Sinaí, también nosotros esta tarde queremos reiterar nuestra fidelidad al Señor. Hace algunos días, abriendo el encuentro diocesano anual, he recordado la importancia de permanecer, como Iglesia, a la escucha de la Palabra de Dios en la oración y escrutando las Escrituras, especialmente con la práctica de la lectio divina, es decir, de la lectura meditada y adorante de la Biblia. Sé que se han promovido tantas iniciativas al respecto en las parroquias, en los seminarios, en las comunidades religiosas, en las cofradías, asociaciones y movimientos apostólicos, que enriquecen a nuestra comunidad diocesana. A los miembros de estos múltiples organismos eclesiales les dirijo mi saludo fraterno. Vuestra presencia tan numerosa en esta celebración, queridos amigos, muestra que nuestra comunidad, caracterizada por una pluralidad de culturas y de experiencias diversas, Dios la plasma como a "su" Pueblo, como el único Cuerpo de Cristo, gracias a nuestra sincera participación en la doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Alimentados con Cristo, nosotros, sus discípulos, recibimos la misión de ser "el alma" de esta, nuestra ciudad (Cf. Carta a Diogneto, 6: ed. Funk, I, p. 400; ver también Lumen Gentium, 38), fermento de renovación, pan "partido" para todos, sobre todo para quienes viven situaciones de malestar, de pobreza, de sufrimiento físico y espiritual. Nos volvemos testigos de su amor.

Me dirijo particularmente a vosotros, queridos sacerdotes, que Cristo ha elegido para que junto con Él podías vivir vuestra vida como sacrificio de alabanza por la salvación del mundo. Sólo de la unión con Jesús podéis obtener esa fecundidad espiritual que es generadora de esperanza en vuestro ministerio pastoral. Recuerda san León Magno que "nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo sólo tiende a volvernos en aquello que recibimos" (Sermón 12, De Passione 3, 7, PL 54). Si ello es verdad para cada cristiano, lo es con mayor razón para nosotros los sacerdotes. ¡Ser Eucaristía! Que éste sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso, para que al ofrecimiento del cuerpo y de la sangre del Señor que hacemos en el altar, se acompañe el sacrificio de nuestra existencia. Cada día, tomamos del Cuerpo y de Sangre del Señor aquel amor libre y puro que nos hace dignos ministros de Cristo y testigos de su alegría. Es lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo, es decir, de una auténtica devoción a la Eucaristía; aman verlo transcurrir largas pausas de silencio y de adoración ante Jesús, como hacía el santo cura de Ars, que vamos a recordar, de forma particular, durante el ya inminente Año Sacerdotal.

San Juan María Vianney amaba decir a sus parroquianos: "Venid a la comunión... Es verdad que no sois dignos de ella, pero la necesitáis" (Bernad Nodet, Le curé d'Ars. Sa pensée - Son coeur, editorial Xavier Mappus, París 1995, p. 119). Con la conciencia de ser indignos por causa de los pecados, pero necesitados de alimentarnos con el amor que el Señor nos ofrece en el sacramento eucarístico, renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía ¡No hay que dar por descontada nuestra fe! Hoy se da el riesgo de una secularización que penetra también dentro de la Iglesia, que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones a las que les falta esa participación del corazón que se expresa en la veneración y respeto de la liturgia. Siempre es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales y apresurados, dejándose dominar por las actividades y por las preocupaciones terrenales. Cuando, dentro de poco, recitemos el Padrenuestro, la oración por excelencia, diremos: "Danos hoy nuestro pan de cada día", pensando naturalmente en el pan de cada día para nosotros y para todos los hombres. Sin embargo, este ruego contiene algo más profundo. El término griego epioúsios, que traducimos como "diario", podría aludir también al pan "supra-sustancial", al pan "del mundo que vendrá". Algunos Padres de la Iglesia han visto en esto una referencia a la Eucaristía, el pan de la vida eterna que se nos da en la santa misa, para que desde ahora el mundo futuro comience en nosotros. Con la Eucaristía el cielo viene a la tierra, el mañana de Dios desciende al presente y el tiempo es como abrazado por la eternidad divina.

Queridos hermanos y hermanas: como cada año, al final de la santa misa, se desarrollará la tradicional procesión eucarística y elevaremos, con las oraciones y los cantos, una imploración conjunta al Señor presente en la Hostia consagrada. Le diremos en nombre de toda la ciudad: ¡Quédate con nosotros Jesús, entrégate a nosotros y danos el pan que nos alimenta para la vida eterna! Libera a este mundo del veneno del mal, de la violencia y del odio que contamina las conciencias, purifícalo con la potencia de tu amor misericordioso. Y tú, María, que has sido mujer "eucarística" durante toda tu vida, ayúdanos a caminar unidos hacia la meta celestial, alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pan de vida eterna y remedio de la inmortalidad divina ¡Amén!



[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]

domingo, 7 de junio de 2009

Benedicto XVI: El Amor explica el misterio de la Trinidad




Intervención con motivo del Ángelus


CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 7 junio 2009 (ZENIT.org).- Publicamos las palabras que pronunció Benedicto XVI este domingo antes y después de rezar la oración mariana del Ángelus junto a los peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.



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Queridos hermanos y hermanas:

Tras el tiempo pascual, culminado en la fiesta de Pentecostés, la liturgia prevé estas tres solemnidades del Señor: hoy la Santísima Trinidad; el jueves próximo la del Corpus Christi, que en muchos países, entre ellos Italia, se celebra el domingo próximo; y, por último, el viernes sucesivo, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Cada una de estas celebraciones litúrgicas subraya una perspectiva desde la que se abarca todo el misterio de la fe cristiana: respectivamente, la realidad de Dios Uno y Trino, el Sacramento de la Eucaristía y el centro divino-humano de la Persona de Cristo. En verdad, se trata de aspectos del único misterio de la salvación, que en cierto sentido resumen todo el itinerario de la revelación de Jesús, desde la encarnación a la muerte y resurrección hasta la ascensión y el don del Espíritu Santo.

Hoy contemplamos la Santísima Trinidad, tal y como nos la ha hecho conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor "no en la unidad de una sola persona, sino en la Trinidad de una sola sustancia" (Prefacio de la misa de la Santísima Trinidad): es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; por último, es Espíritu Santo que todo lo mueve, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final. Tres personas que son un solo Dios, pues el Padre es amor, el Hijo es amor, el Espíritu es amor. Dios es todo amor y sólo amor, amor purísimo, infinito y eterno. No vive en una espléndida soledad, sino que más bien es fuente inagotable de vida que incesantemente se entrega y comunica. Lo podemos intuir en cierto sentido al observar tanto el macro-universo: nuestra tierra, los planetas, las estrellas, las galaxias; como el micro-universo: las células, los átomos, las partículas elementales. En todo lo que existe se encuentra, en cierto sentido, impreso el "nombre" de la Santísima Trinidad, pues todo el ser hasta las últimas partículas es ser en relación, y de este modo se trasluce el Dios-relación, se trasluce en última instancia el Amor creador. Todo procede del amor, tiende al amor, y se mueve empujado por el amor, naturalmente, según diferentes niveles de consciencia y de libertad. "¡Señor Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!" (Salmo 8, 2), exclama el salmista. Hablando del "nombre" la Biblia indica al mismo Dios, su identidad más verdadera; identidad que resplandece en toda la creación, en la que todo ser, por el hecho de ser y por el "tejido" del que está hecho hace referencia a un Principio trascendente, a la Vida eterna e infinita que se entrega, en una palabra, al Amor. "En Él --dijo el apóstol en el Areópago de Atenas-- vivimos, nos movemos y existimos" (Hechos 17, 28). La prueba más fuerte de que estamos hechos a imagen de la Trinidad es ésta: sólo el amor nos hace felices, pues vivimos en relación, y vivimos para amar y para ser amados. Utilizando una analogía sugerida por la biología, diríamos que el ser humano lleva en el propio "genoma" la huella profunda de la Trinidad, de Dios-Amor.

La Virgen María, en su dócil humildad, se hizo esclava del Amor divino: acogió la voluntad del Padre y concibió al Hijo por obra del Espíritu Santo. En ella, el Omnipotente se construyó un templo digno de Él, e hizo de ella el modelo y la imagen de la Iglesia, misterio y casa de comunión para todos los hombres. Que María, espejo de la Trinidad Santísima, nos ayude a crecer en la fe en el misterio trinitario.

[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana y a todos los que se unen a ella a través de la radio y la televisión. En esta solemnidad de la Santísima Trinidad, os invito a proclamar nuestra fe en Dios Padre, que ha enviado al mundo a su Hijo, Camino, Verdad y Vida, y al Espíritu de la santificación, para revelar a los hombres su inmenso amor y rescatarlos del pecado y de la muerte. Feliz domingo.

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina]