sábado, 30 de junio de 2018

Papa Francisco -Santa Misa con la Bendición de los Palios 2018-06-29




Plaza de San Pedro - Santa Misa con la Bendición de los Palios para los nuevos Arzobispos Metropolitanos, presidida por el Papa Francisco, en la Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, Apóstoles

sábado, 16 de junio de 2018

El insulto mata el futuro:




Comienzo a matar al otro, le quito el derecho de ser respetable, mato su futuro. La reconciliación que nos pide Jesús es radical, respetar la dignidad del otro y también la mía: lo expresó el Papa Francisco en la homilía de la Misa en la Casa Santa Marta la mañana de este 14 de junio, comentando el Evangelio de Mateo sobre el discurso de Jesús sobre la justicia, el insulto y la reconciliación.

sábado, 9 de junio de 2018

Sagrado Corazón de Jesús - Homilía del Papa Francisco




La Iglesia hoy celebra la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, y el Papa Francisco inició su homilía afirmando que se podría decir que hoy es "la fiesta del amor de Dios" y a este tema dedica su reflexión en la Misa matutina en la Casa de Santa Marta. Dios ama siempre primero Inmediatamente el Pontífice aclara: no somos nosotros los que hemos amado a Dios, sino que es Él quien “nos amó primero, Él es el primero en amar”. Una verdad que los profetas explicaban con el símbolo de la flor del almendro, la primera en florecer en la primavera, así, el Papa subraya: “Dios es así: siempre primero. Nos espera primero, nos ama primero, nos ayuda primero”. El amor de Dios es sin límites Pero no es fácil entender el amor de Dios: en el pasaje de la Carta apenas escuchada, el apóstol Pablo habla, de hecho, de “inescrutables riquezas de Cristo”, de un misterio escondido. Es un amor que no se puede entender. Un amor de Cristo que supera todo conocimiento. Supera todo. Así de grande es el amor de Dios. Y un poeta decía que era como “el mar, sin orillas, sin fondo…”: pero un mar sin límites. Y éste es el amor que nosotros debemos entender, el amor que nosotros recibimos.

sábado, 2 de junio de 2018

DOMINGO Solemnidad de CORPUS CHRISTI 2018




Día 3 Solemnidad: Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo Celebramos hoy a Jesucristo ofrecido en alimento de nuestra vida sobrenatural. Los judíos no podían creer lo que oían: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?, protestaban a Jesús. Hacía falta tener una fe como la de Pedro para aceptar de Cristo esa capacidad de donación. Sin embargo, su amor completo y hasta el fin, como explicará san Juan, le lleva siendo Dios, no sólo a dar su vida en redención por el mundo, sino también a anticipar sacramentalmente el sacrificio de su cuerpo y su sangre, dejándolo para el cristiano como tesoro de vida eterna hasta el final de los tiempos. De diversos modos, había ya revelado Jesús que la vida del hombre debe ser más que una vida humana, que no nos basta con continuar como antes de su venida al mundo, por perfecta que pudiera llegar a ser esa existencia muestra. Según expone san Juan al comienzo de su Evangelio, la vida del hombre logra un profundo incremento con la Encarnación del Hijo. Vino a los suyos –explica–, y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios. Es, pues, otra vida –la de hijos de Dios–, distinta de la meramente humana que es fruto de la generación de la carne. Ésta, la natural y más notoria, tiene un origen y unos fines terrenos. Es la que contemplamos en nosotros mismos y en muchos a los que vemos nacer y morir en la historia; que influidos por el ambiente e influyendo en él, sus días se suceden mientras se procura bienestar, paz, alegría, el goce de los apetitos, etc.; lo que para muchos sería el ideal de una vida feliz: en paz y armonía con los demás y disfrutando de cuanto puede ofrecer este mundo. Se trata, evidentemente, de algo muy distinto –de otro orden– a la vida, que no es según la carne, a la que se refiere san Juan. La vida que no nace de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios, es para los hombres la gran novedad desde Jesucristo. Con su venida, y a partir, concretamente, de su muerte y resurrección gloriosa, se nos muestra en misterio pero con neta firmeza, el sentido de la vida de los hombres según el Creador. Ha querido Dios, por Jesucristo, que seamos hijos suyos, que vivamos vida divina y que, a partir de la meramente humana, logremos el desarrollo pleno –espiritual y sobrenatural– que es nuestro destino según su plan creador. Por eso Jesús se refiere frecuentemente a otra vida distinta y más excelente: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Esa vida abundante que, por querer de Dios nos corresponde, no la lograríamos, por consiguiente, mediante el despliegue exuberante de nuestros talentos, por grandiosos que fueran, sin contar con Jesucristo. De hecho, la más gozosa de las vidas de este mundo es nada ante la vida para la que hemos sido creados. Nos corresponde una existencia sobrenatural, trascendente, que requiere de modo necesario una decisiva intervención divina, que debe ser correspondida por parte del hombre. Jesús, en su diálogo con Nicodemo –que recoge asimismo san Juan–, le explica: en verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios. Pero Nicodemo no entiende; no puede dejar de pensar en la vida meramente humana, y pregunta a Jesús si acaso hay que volver a nacer de nuevo de la propia madre. A lo que Jesús responde: en verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. No te sorprendas de que te haya dicho que debéis nacer de nuevo. El bautismo, ya lo hemos considerado en otras ocasiones, es el nacimiento a la vida de la Gracia: nuestro nacimiento como hijos de Dios, destinados desde ese momento a una Vida Eterna de intimidad con el Padre, con el Hijo, y con el Espíritu Santo. Una vida que alcanza su desarrollo propio únicamente alimentada con el mismo Dios: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí. Siempre deberíamos teneser ante nosotros estas palabras. Le pedimos a Nuestra Madre del Cielo que iluminen e impulsen nuestro caminar, para que sea, ante todo, viaje hasta el Reino de Nuestro Padre.