domingo, 31 de mayo de 2009

El Espíritu Santo y sus Dones



Después de la muerte de Jesucristo, sus discípulos quedaron desalentados y abatidos, víctimas de una fuerte experiencia de fracaso. Pero la historia de Jesús no termina con su muerte. Comienza de nuevo con su Resurrección. El disperso y fracasado grupo de los discípulos se reúne y, por la fe en Jesús y la esperanza en su vuelta, se convierte en una comunidad. El Espíritu de Jesucristo garantiza su presencia hasta el final de los tiempos:

“Yo le pediré al Padre que les de otro abogado que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad. No los dejaré huérfanos, volveré” (Juan 14, 16-18).

“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre ustedes y serán mis testigos” (Hechos 1, 8).

Es así como cincuenta días después de la Resurrección, Jesús cumplió su promesa, precisamente el día de Pentecostés y con la venida del Espíritu Santo, los apóstoles comienzan a dar testimonio del Maestro sin ningún temor.

Una demostración evidente de esta venida son los siete Dones del Espíritu Santo, disposiciones permanentes o capacidades que Dios concede y que hacen a la persona dócil y dispuesta a seguir los impulsos del mismo Espíritu. Los Dones pertenecen en plenitud a Jesús, el Mesías, quien los comunica a sus discípulos por la fe, la oración y los sacramentos.

A continuación les hago presente, de manera sencilla, cada uno de los siete Dones para que nos ayuden a vivir más intensamente nuestra vida de fe. Veamos:


ESPÍRITU DE SABIDURÍA: Este es el Don del buen gusto que nos hace saborear y gustar las cosas de Dios. Sabiduría es ver sabiamente las cosas, no sólo con la inteligencia sino que, también, con el corazón, tratando de ver las cosas como Dios las ve y comunicándolas con sabiduría de tal manera que los demás perciban que Dios actúa en nuestra persona, en lo que pensamos, decimos y hacemos.

ESPÍRITU DE INTELIGENCIA Con este Don podemos conocer y comprender las cosas de Dios, la manera cómo actúa Jesucristo, descubrir inteligentemente, sobre todo en las páginas del Evangelio, que su manera de ser y actuar es diferente al modo de ser de la sociedad actual. El Don de la inteligencia es una luz especial que puede llegar a todas las personas y muchas veces tiene sus frutos en los niños y en la gente más sencilla.

ESPÍRITU DE CONSEJO: Se trata de tener la capacidad de escuchar al Señor que nos habla y tratar de discernir lo que El quiere y espera de nosotros. El Don de Consejo nos ayuda a enfrentar mejor los momentos duros y difíciles de nuestra vida, al mismo tiempo nos da la capacidad de aconsejar, inspirados por el Espíritu Santo, a quienes nos piden ayuda, a quienes necesitan palabras de aliento y de vida.

ESPÍRITU DE FORTALEZA: Este Don nos da la capacidad de superar los momentos duros y difíciles de nuestra vida. Muchas veces somos débiles y podemos caer fácilmente en las tentaciones propias de esta sociedad como lo es el dinero, el poder, el consumismo, los vicios...Es allí donde necesitamos el Don de la fortaleza y pedir al Señor que nos ilumine..El ejemplo de Jesucristo, su pasión y muerte, debe ser para nosotros un auténtico testimonio de fortaleza que nos ha de llevar a superar nuestra debilidad humana.

ESPÍRITU DE CIENCIA: Este Don nos ayuda a descubrir la presencia de Dios en el mundo, en la vida, en la naturaleza, en el día, la noche, en el mar, la montaña. El Espíritu de Ciencia nos permite discernir entre el bien y el mal y nos hace mirar a las personas y las cosas con los ojos de Dios.

ESPÍRITU DE PIEDAD El Don de piedad nos permite acercarnos confiadamente a Dios, hablarle con sencillez, abrir nuestro corazón de hijo a un Padre Bueno del cual sabemos que nos quiere y nos perdona: “Padre Nuestro....”

Este Don nos ha de motivar a la oración y al encuentro profundo con el Señor, a juntarse en la capilla, abrir el Nuevo Testamento y disfrutar de la presencia del Señor en nuestra vida.

ESPÍRITU DE TEMOR DE DIOS Aquí no se trata de tenerle miedo a Dios, sino más bien sentirse amado por El. Con este Don tenemos la fuerza para vencer los miedos y aferrarnos al gran amor que Dios nos tiene. Cuando se descubre el amor de Dios lo único que deseamos es hacer su voluntad y sentimos temor de ir por otros caminos. En este sentido existe temor de fallar y causarle pena al Señor. Con este Don tenemos la fuerza para vencer los miedos y aferrarnos al gran amor que Dios nos tiene.

Pidamos al Espíritu Santo que siga actuando con fuerza en medio de nosotros y nos ayude a ser verdaderos testigos del Señor Resucitado.



domingo, 24 de mayo de 2009

Sólo venciendo el propio mal interior se construye la paz, recuerda el Papa

Al rezar el Regina Caeli en la plaza de Cassino que llevará su nombre


CASSINO, domingo 24 de mayo de 2009 (ZENIT.org).- Para construir la paz en el mundo, hay que vencer el mal interior, afirmó hoy el Papa en la Plaza Miranda de Cassino.

Lo dijo después de la Misa y antes de rezar el Regina Caeli, en el marco de su visita pastoral, hoy, a esa ciudad italiana y a la abadía de Montecassino.

“Sólo aprendiendo, con la gracia de Cristo, a combatir y a vencer el mal dentro de uno mismo y en relación con los demás, se convierte una persona en constructor de paz y de progreso civil”, dijo.

Según un comunicado publicado hoy por la Oficina de Información de la Santa Sede, la plaza donde se ha celebrado la Misa se llamará a partir de hoy Plaza Benedicto XVI, por orden del Consejo municipal de Cassino.

Al acabar la Misa y antes de rezar la oración mariana pascual, el Papa habló de la paz, “regalo de la Pascua por excelencia”.

“¡Qué necesidad tiene la comunidad cristiana y la humanidad entera de saborear toda la riqueza y el poder de la paz de Cristo!”, dijo.

Destacó el testimonio de paz de San Benito: “porque la ha acogido en su vida y la ha hecho fructificar en obras de auténtica renovación cultural y espiritual”.

“La historia del monaquismo muestra que “un gran avance de la civilización se prepara con la escucha cotidiana de la Palabra de Dios, que impulsa a los creyentes a hacer un esfuerzo personal y comunitario en la lucha contra todas las formas de egoísmo y de injusticia”, añadió.

Benedicto XVI se refirió a su reciente estancia en Tierra Santa, a donde, recordó, viajó “como peregrino de paz”.

En este punto, destacó que “la paz es ante todo un don de Dios, y, por lo tanto, su fuerza está en la oración”, pero a la vez “está confiada al esfuerzo humano”.

En la memoria litúrgica de la bienaventurada Virgen María, hoy 24 de mayo, el Santo Padre recordó que “la Virgen María, Reina de la Paz ayuda a todos los cristianos, en las diversas vocaciones y situaciones de la vida, a ser testimonio de paz”.

También dirigió unas palabras a toda la población china, en el Día de oración por la Iglesia en China.

Saludó “con gran afecto” a los católicos que están en ese país, y les exhortó “a renovar en este día su comunión de fe en Cristo y su fidelidad al sucesor de Pedro”.

Y pidió que “nuestra oración común obtenga una efusión de los dones del Espíritu Santo, para que la unidad entre todos los cristianos y la catolicidad y universalidad de la Iglesia sean cada vez más profundas y visibles”.

Seguidamente saludó a los peregrinos de lengua francesa, invocando por “las intenciones de toda Europa”.

Pidió que el testimonio espiritual de San Benito “ayude a la población que vive en este continente a mantenerse fieles a sus raíces cristianas y a edificar una Europa unida y solidaria, fundada en la búsqueda de la justicia y de la paz”.

En su saludo en inglés, Benedicto XVI dijo que en Montecassino, “donde tantos perdieron la vida en las batallas que se libraron durante la Segunda Guerra Mundial, oramos especialmente por las almas de los caídos, encomendándolos a la infinita misericordia de Dios”.

También pidió que acaben las “las guerras que siguen afligiendo a nuestro mundo”.

En lengua alemana, recordó al abad Franz Pfanner, fundador de la Congregación de las Misioneras de Marianhill, en este día del centenario de su muerte.

“Comencemos la semana con las palabras de este monje: Deja arder la luz de la alegría y la felicidad y protégela en tu alma”, dijo.

En lengua española, invitó a pedir, en la solemnidad de la Ascensión ”por la Iglesia, para que, exultante de gozo por la resurrección de Cristo y con la fuerza del Espíritu Santo, continúe anunciando con fidelidad el Evangelio de la salvación y dando testimonio de la caridad con la palabra y las obras”

En su saludo en polaco, pidió que, por intercesión de San Benito, “con la oración y el trabajo, descubramos nuevas dimensiones de la libertad y que dure la paz en Europa y en todo el mundo”.

Finalmente, tuvo un recuerdo para los jóvenes de la diócesis de Génova que celebraban su Confirmación este mediodía en la Plaza de San Pedro, en Roma, e invocó a María Auxiliadora en su fiesta, día que coincide también con la Jornada de las comunicaciones sociales.


sábado, 23 de mayo de 2009

“Los jóvenes buscan mensajes verdaderos y proyectos humanizadores”


Intervención de monseñor Blázquez en la Universidad de Navarra

PAMPLONA, viernes, 24 abril 2009 (ZENIT.org).- El obispo de Bilbao y vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española clausuró el XXX Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, España, dedicado a "La ‘communio' en los Padres de la Iglesia". En su intervención, el prelado destacó la necesidad de ofrecer a los jóvenes razones para creer, vivir y sufrir por la verdad y el bien.

"Los jóvenes detectan los movimientos de la cultura y la sociedad. Es necesario ofrecerles razones para creer, vivir y sufrir por la verdad y el bien. Ellos responden a las solicitaciones del trabajo por la paz, la solidaridad y las causas de la libertad; pero necesitan que esos valores arraiguen en el Evangelio y la fe en Jesucristo. Su corazón, como el de toda persona, se sacia con mensajes verdaderos y proyectos humanizadores, aunque sean sacrificados", dijo monseñor Blázquez.

Para el obispo de Bilbao, la Iglesia debe "recordar las verdades inscritas en la condición humana y ayudar a que en la familia la fidelidad y entrega mutua y la educación en la fe y los grandes valores humanos sean una realidad".

Consideró que el intento de redefinir el matrimonio en la legislación y los llamados modelos de familia "han introducido cierto oscurecimiento sobre su estructura fundamental y debilitado el sentido de la familia constituida por padres e hijos como referente básico".

Y aseguró que el mejor regalo que los padres pueden ofrecer a sus hijos es "su amor vivido en unidad y perseverancia". Así, "brotan las mejores condiciones para madurar los niños y jóvenes".

Ante el debate abierto en España sobre el aborto, monseñor Blázquez se preguntó: "¿Tiene una persona el derecho de privar a un ser humano del derecho fundamental a la vida? ¿No se devalúa así la dignidad y el valor de la persona humana?".

"La mujer que tiene dificultades para llevar adelante el embarazo debe ser acompañada, pero no tiene derecho a abortar eliminando al ser humano que está gestando", explicó.

Monseñor Blázquez expresó su confianza en que la próxima Jornada Mundial de la Juventud de 2011 en Madrid "sea cima e impulso de itinerarios pasados y futuros en la maduración humana y cristiana de los jóvenes. Estos encuentros resultan estimulantes y quienes participan son testigos de su personal experiencia".

Por último, al referirse a los cuatro años de pontificado de Benedicto XVI, comentó que "doy gracias a Dios por su persona, su ministerio papal y las tareas desarrolladas". Subrayó que, en una hora delicada de la historia, anuncia "con amor, humildad, paciencia, lucidez y valor la verdad sobre Dios, el hombre y el mundo a la luz del Evangelio".

Además, a los cristianos "nos ayuda a profesar con claridad la fe". Una constante en su magisterio consiste en "unir la fe y la razón en la vida y el servicio de la Iglesia", concluyó monseñor Blázquez.

domingo, 17 de mayo de 2009

Discurso de Benedicto XVI en el Santo Sepulcro


Aquí Cristo "nos ha enseñado que el mal nunca tiene la última palabra"

JERUSALÉN, viernes, 15 mayo 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este viernes al visitar la Basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén, lugar, según la tradición, de la crucifixión, sepultura y resurrección de Cristo.

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Queridos amigos en Cristo:



El himno de alabanza que acabamos de cantar nos une a las filas de los ángeles y a la Iglesia de todo tiempo y lugar --"el glorioso coro de los apóstoles, la multitud admirable de los profetas y el blanco ejército de los mártires"-- mientras damos gloria a Dios por la obra de nuestra redención, cumplida en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ante este Santo Sepulcro, donde el Señor "ha vencido el aguijón de la muerte abriendo a los creyentes el Reino de los Cielos", os saludo a todos en el gozo del tiempo pascual. Agradezco al patriarca Fouad Twal y al custodio, padre Pierbattista Pizzaballa, por sus amables palabras de bienvenida. Deseo expresar de igual manera mi aprecio por la acogida que me ha sido reservada por los jerarcas de la Iglesia Ortodoxa Griega y de la Iglesia Armenia Apostólica. Con gratitud tomo acto de la presencia de representantes de las otras comunidades cristianas de Tierra Santa. Saludo al cardenal John Foley, gran maestre de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén y también los caballeros y las damas del Orden aquí presentes, agradeciendo su inagotable entrega para sostener la misión de la Iglesia en estas tierras hechas santas por la presencia terrenal del Señor.

El Evangelio de san Juan nos ha transmitido una sugerente narración de la visita de Pedro y del discípulo amado a la tumba vacía la mañana de Pascua. Hoy, a distancia de casi veinte siglos, el sucesor de Pedro, el obispo de Roma, se encuentra frente a la misma tumba vacía y contempla el misterio de la resurrección. Siguiendo las huellas del apóstol, deseo una vez más proclamar, ante los hombres y mujeres de nuestro tiempo, la sólida fe de la iglesia en que Jesucristo "fue crucificado, murió y fue sepultado", y que "al tercer día resucitó de entre los muertos". Elevado a la derecha del Padre, nos ha enviado su Espíritu para el perdón de los pecados. Fuera de Él, a quien Dios ha constituido Señor y Cristo, "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hechos 4, 12).

Al encontrarnos en este santo lugar y considerando ese asombroso acontecimiento, ¿cómo podríamos no sentirnos con el "corazón conmovido" (Hechos 2, 37) como los primeros que escucharon la predicación de Pedro en el día de Pentecostés? Aquí Cristo murió y resucitó, para no morir nunca más. Aquí la historia de la humanidad cambió definitivamente. El largo dominio del pecado y de la muerte fue destruido por el triunfo de la obediencia y de la vida; el madero de la cruz revela la verdad sobre el bien y el mal; el juicio de Dios fue pronunciado sobre este mundo y la gracia del Espíritu Santo fue derramada sobre toda la humanidad. Aquí Cristo, el nuevo Adán, nos ha enseñado que el mal nunca tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro y el de la humanidad está en las manos de un Dios providente y fiel.

La tumba vacía nos habla de esperanza, la misma que no defrauda, porque es don del Espíritu Santo, que nos da la vida (cf. Romanos 5, 5). Este es el mensaje que hoy deseo dejaros, al concluir mi peregrinación a Tierra Santa. ¡Que la esperanzase eleve nuevamente, por la gracia de Dios, en el corazón de cada persona que vive en estas tierras! Que pueda arraigarse en vuestros corazones, permanecer en vuestras familias y comunidades e inspirar a cada uno de vosotros un testimonio cada vez más fiel del Príncipe de la Paz. La Iglesia en Tierra Santa, que continuamente ha experimentado el oscuro misterio del Gólgota, no debe nunca dejar de ser un intrépido heraldo del luminoso mensaje de esperanza que proclama esta tumba vacía. El Evangelio nos dice que Dios puede hacer nuevas todas las cosas, que la historia no necesariamente se repite, que las memorias pueden ser purificadas, que los frutos amargos de la recriminación y de la hostilidad pueden ser superados, y que un futuro de justicia, de paz, de prosperidad y de colaboración puede surgir para cada hombre y mujer, para toda la familia humana, y de manera especial para el pueblo que vive en esta tierra, tan querida por el corazón del Salvador.

Este antiguo Memorial de la Anástasis es un testigo mudo tanto del peso del nuestro pasado --con todas sus faltas, incomprensiones y conflictos--, como de la promesa gloriosa que sigue irradiando desde la tumba vacía de Cristo. Este lugar santo, donde la potencia de Dios se reveló en la debilidad, y los sufrimientos humanos fueron transfigurados por la gloria divina, nos invita a mirar una vez más con los ojos de la fe el rostro del Señor crucificado y resucitado. Al contemplar su carne glorificada, completamente transfigurada por el Espíritu, llegamos a comprender más plenamente que también ahora, mediante el Bautismo, llevamos "siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2 Corintios 4, 10-11). ¡También ahora la gracia de la resurrección está actuando en nosotros! Que la contemplación de este misterio impulse nuestros esfuerzos, como individuos y como miembros de la comunidad eclesial, para crecer en la vida del Espíritu mediante la conversión, la penitencia y la oración. Que nos ayude a superar, con la potencia de ese mismo Espíritu, todo conflicto y tensión nacidos de la carne y remover todo obstáculo, por dentro y por fuera, que se interpone en nuestro testimonio común de Cristo y en el poder de su amor que reconcilia.

Con estas palabras de aliento, queridos amigos, concluyo mi peregrinación a los santos lugares de nuestra redención y renacimiento en Cristo. Rezo para que la Iglesia en Tierra Santa obtenga siempre una mayor fuerza de la contemplación de la tumba vacía del Redentor. En esa tumba está llamada a sepultar todas sus ansiedades y temores para resurgir nuevamente cada día y proseguir su viaje por los caminos de Jerusalén, de Galilea y más allá, proclamando el triunfo del perdón de Cristo y la promesa de una vida nueva. Como cristianos, sabemos que la paz que anhela esta tierra lacerada por los conflictos tiene un nombre: Jesucristo. "Él es nuestra paz" que nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo mediante la Cruz, poniendo fin a la enemistad (cf. Efesios 2, 14). En sus manos ponemos toda nuestra esperanza en el futuro, como lo hizo Él en la hora de las tinieblas poniendo su espíritu en las manos del Padre.

Permitidme que concluya con unas palabras particulares de aliento a mis hermanos obispos y sacerdotes, así como a los religiosos y a las religiosas que están al servicio de la amada Iglesia en Tierra Santa. Aquí, ante la tumba vacía, el corazón mismo de la Iglesia, os invito a renovar el entusiasmo de vuestra consagración a Cristo y vuestro compromiso en el amoroso servicio a su místico Cuerpo. Tenéis el inmenso privilegio de dar testimonio a Cristo en esta tierra que Él ha santificado mediante su presencia terrena y su ministerio. Con pastoral caridad permitís a vuestros hermanos y hermanas y a todos los habitantes de esta tierra percibir la presencia que sana y el amor reconciliador del resucitado. Jesús nos pide a cada uno de nosotros que seamos testigos de unidad y de paz para todos aquellos que viven en esta Ciudad de la Paz. Como nuevo Adán, Cristo es la fuente de la unidad a la que está llamada toda la familia humana, esa misma unidad de la que la Iglesia es signo y sacramento. Como Cordero de Dios, él es la fuente de la reconciliación, que es al mismo tiempo don de Dios y sagrado deber que se nos ha confiado. Como Príncipe de la paz, Él es el manantial de esa paz que supera cada comprensión, la paz de la nueva Jerusalén. Que Él pueda sosteneros en vuestras pruebas, confortaros en vuestras aflicciones, y confirmaros en vuestros esfuerzos por anunciar y extender su Reino. A todos vosotros y a los que dedicáis vuestro servicio, os imparto cordialmente mi bendición apostólica, como prenda del gozo y de la paz de la Pascua.

sábado, 9 de mayo de 2009

Benedicto XVI pide defender los derechos de los cristianos iraquíes


Llamamiento a la comunidad internacional desde Jordania

AMMÁN, sábado, 9 de mayo de 2009 (ZENIT.org).-

La comunidad internacional debe realizar todos los esfuerzos necesarios para asegurar a los cristianos iraquíes su derecho de ciudadanía en su país, exigió Benedicto XVI al visitar este sábado la mezquita Al-Hussein Bin Talal de Ammán.

En el discurso pronunciado ante jefes religiosos musulmanes, el cuerpo diplomático y los rectores de las universidades jordanas, el Santo Padre recordó el drama de los fieles iraquíes, al saludar a Su Beatitud Emmanuel III Delly, patriarca de Babilonia de los Caldeos, presente en el encuentro, junto a monseñor Shleimun Warduni, obispo auxiliar del patriarcado.

"Su presencia recuerda a los ciudadanos del cercano Irak, muchos de los cuales han encontrado cordial acogida aquí, en Jordania", dijo el Papa.

Desde que estalló en 2003 la guerra en Irak, 1 millón 800 mil iraquíes han buscado tranquilidad en países limítrofes. Los refugiados iraquíes de religión cristiana que se encuentran actualmente en Jordania son unos 20 mil.

"Los esfuerzos de la comunidad internacional para promover la paz y la reconciliación, junto a los de los líderes locales, tienen que continuar para que den fruto en la vida de los iraquíes", subrayó el Santo Padre.

El Papa expresó su "aprecio por todos los que apoyan los esfuerzos orientados a profundizar la confianza y a reconstruir las instituciones y a reconstruir las instituciones y las infraestructuras esenciales para el bienestar de esa sociedad".

"Una vez más --concluyó--, pido con insistencia a los diplomáticos y a la comunidad internacional que representan, así como a los líderes políticos y religiosos locales, que hagan todo lo posible para asegurar a la antigua comunidad cristiana de esa noble tierra el fundamental derecho de pacífica convivencia con sus compatriotas".

Los obispos que han participado en el reciente Sínodo de la Iglesia caldea, celebrado en el seminario de Ankawa, en el norte de Irak, han pedido al gobierno del país que facilite el regreso de los refugiados iraquíes cristianos con una política de compensación que refuerce la presencia cristiana.

Por Mirko Testa

domingo, 3 de mayo de 2009

San Pablo, modelo de cómo hacer teología


Catequesis pronunciada por el Papa Benedicto XVI durante la audiencia general en la Plaza de San Pedro.

Ciudad del Vaticano, 5 de noviembre de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

"Si Cristo no ha resucitado, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe... estáis todavía en vuestros pecados" (1 Cor 15,14.17). Con estas fuertes palabras de la primera Carta a los Corintios, san Pablo da a entender qué decisiva importancia atribuye a la resurrección de Jesús. En este acontecimiento, de hecho, está la solución del problema que supone el drama de la Cruz. Por sí sola la Cruz no podría explicar la fe cristiana, al contrario, sería una tragedia, señal de la absurdidad del ser. El misterio pascual consiste en el hecho de que ese Crucificado "ha resucitado el tercer día, según las Escrituras" (1 Cor 15,4) - así atestigua la tradición protocristiana. Aquí está la clave central de la cristología paulina: todo gira alrededor de este centro gravitacional. La entera enseñanza del apóstol Pablo parte desde y llega siempre al misterio de Aquel que el Padre ha resucitado de la muerte. La resurrección es un dato fundamental, casi un axioma previo (cfr 1 Cor 15,12), en base al cual Pablo puede formular su anuncio (kerygma) sintético: Aquel que ha sido crucificado, y que ha manifestado así el inmenso amor de Dios por el hombre, ha resucitado y está vivo en medio de nosotros.

Es importante notar el vínculo entre el anuncio de la resurrección, tal como Pablo lo formula, y aquel que se usaba en las primeras comunidades cristianas prepaulinas. Aquí verdaderamente se puede ver la importancia de la tradición que precede al Apóstol y que él, con gran respeto y atención, quiere a su vez entregar. El texto sobre la resurrección, contenido en el capítulo 15,1-11 de la primera Carta a los Corintios, pone bien de relieve el nexo entre "recibir" y "transmitir". San Pablo atribuye mucha importancia a la formulación literal de la tradición; al término del fragmento que estamos examinando subraya: "Tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos" (1 Cor 15,11), poniendo así a la luz la unidad del kerigma, del anuncio para todos los creyentes y para todos aquellos que anunciarán la resurrección de Cristo. La tradición a la que se une es la fuente a la que tender. La originalidad de su cristología no va nunca en detrimento de la fidelidad a la tradición. El kerigma de los Apóstoles preside siempre la reelaboración personal de Pablo; cada una de sus argumentaciones parte de la tradición común, en la que se expresa la fe compartida por todas las Iglesias, que son una sola Iglesia. Y así san Pablo ofrece un modelo para todos los tiempos sobre cómo hacer teología y cómo predicar. El teólogo, el predicador no crean nuevas visiones del mundo y de la vida, sino que están al servicio de la verdad transmitida, al servicio del hecho real de Cristo, de la Cruz, de la resurrección. Su deber es ayudar a comprender hoy, tras las antiguas palabras, la realidad del "Dios con nosotros", y por tanto, la realidad de la vida verdadera.

Aquí es oportuno precisar: san Pablo, al anunciar la resurrección, no se preocupa de presentar una exposición doctrinal orgánica -no quiere escribir prácticamente un manual de teología- sino que afronta el tema respondiendo a dudas y preguntas concretas que le venían propuestas por los fieles; un discurso ocasional, por tanto, pero lleno de fe y de teología vivida. En él se encuentra una concentración de lo esencial: nosotros hemos sido "justificados", es decir, hechos justos, salvados, por el Cristo muerto y resucitado por nosotros. Emerge sobre todo el hecho de la resurrección, sin el cual la vida cristiana sería simplemente absurda. En aquella mañana de Pascua sucedió algo extraordinario, nuevo y, al mismo tiempo muy concreto, contrastado por señales muy precisas, registradas por numerosos testimonios. También para Pablo, como para los otros autores del Nuevo Testamento, la resurrección está unida al testimonio de quien ha hecho una experiencia directa del Resucitado. Se trata de ver y de escuchar no solo con los ojos o con los sentidos, sino también con una luz interior que empuja a reconocer lo que los sentidos externos atestiguan como dato objetivo. Pablo da por ello -como los cuatro Evangelios- relevancia fundamental al tema de las apariciones, que son condición fundamental para la fe en el Resucitado que ha dejado la tumba vacía. Estos dos hechos son importantes: la tumba está vacía y Jesús se apareció realmente. Se constituye así esa cadena de la tradición que, a través del testimonio de los Apóstoles y de los primeros discípulos, llegará a las generaciones sucesivas, hasta nosotros. La primera consecuencia, o el primer modo de expresar este testimonio, es predicar la resurrección de Cristo como síntesis del anuncio evangélico y como punto culminante de un itinerario salvífico. Todo esto Pablo lo hace en distintas ocasiones: se pueden consultar las Cartas y los Hechos de los Apóstoles, donde se ve siempre que el punto esencial para él es ser testigo de la resurrección. Quisiera citar solo un texto: Pablo, arrestado en Jerusalén, está ante el Sanedrín como acusado. En esta circunstancia en la que está en juego para él la muerte o la vida, indica cuál es el sentido y el contenido de toda su preocupación: "por esperar la resurrección de los muertos se me juzga" (Hch 23,6). Este mismo estribillo repite Pablo continuamente en sus Cartas (cfr 1 Ts 1,9s; 4,13-18; 5,10), en las que apela a su experiencia personal, a su encuentro personal con Cristo resucitado (cfr Gal 1,15-16; 1 Cor 9,1).

Pero podemos preguntarnos: ¿cuál es, para san Pablo, el sentido profundo del acontecimiento de la resurrección de Jesús? ¿Qué nos dice a nosotros a dos mil años de distancia? La afirmación "Cristo ha resucitado" ¿es catual también para nosotros? ¿Por qué la resurrección es para él y para nosotros hoy un tema tan determinante? Pablo da solemnemente respuesta a esta pregunta al principio de la Carta a los Romanos, donde exhorta refiriéndose al "Evangelio de Dios... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1,3-4). Pablo sabe bien y lo dice muchas veces que Jesús era Hijo de Dios siempre, desde el momento de su encarnación. La novedad de la resurrección consiste en el hecho de que Jesús, elevado de la humildad de su existencia terrena, ha sido constituido Hijo de Dios "con poder". El Jesús humillado hasta la muerte en cruz puede decir ahora a los Once: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18). Se ha realizado cuanto dice el Salmo 2, 8: "Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra". Por eso con la resurrección comienza el anuncio del Evangelio de Cristo a todos los pueblos - comienza el reinado de Cristo, este nuevo reino que no conoce otro poder que el de la verdad y del amor. La resurrección revela por tanto definitivamente cuál es la auténtica identidad y la extraordinaria estatura del Crucificado. Una dignidad incomparable y altísima: ¡Jesús es Dios! Para san Pablo la secreta identidad de Jesús, más aún que la encarnación, se revela en el misterio de la resurrección. Mientras el título de Cristo, es decir, ‘Mesías', ‘Ungido', en san Pablo tiende a convertirse en el nombre propio de Jesús y el de Señor especifica su relación personal con los creyentes, ahora el título de Hijo de Dios viene a ilustrar la relación íntima de Jesús con Dios, una relación que se revela plenamente en el acontecimiento pascual. Se puede decir, por tanto, que Jesús ha resucitado para ser el Señor de los vivos y los muertos (cfr Rm 14,9; e 2 Cor 5,15) o, en otros términos, nuestro Salvador (cfr Rm 4,25).

Todo esto está cargado de importantes consecuencias para nuestra vida de fe: estamos llamados a participar hasta en lo más profundo de nuestro ser en todo el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo. Dice el Apóstol: hemos "muerto con Cristo" y creemos que "viviremos con él, sabiendo que Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él (Rm 6,8-9). Esto se traduce en un compartir los sufrimientos de Cristo, como preludio a esa configuración plena con Él mediante la resurrección, a la que miramos con esperanza. Es lo que le ha sucedido también a san Pablo, cuya experiencia está descrita en las Cartas con tonos tan precisos como realistas: "y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión de sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Fil 3,10-11; cfr 2 Tm 2,8-12). La teología de la Cruz no es una teoría - es la realidad de la vida cristiana. Vivir en la fe en Jesucristo, vivir la verdad y el amor implica renuncias todos los días, implica sufrimientos. El cristianismo no es el camino de la comodidad, es más bien una escalada exigente, pero iluminada por la luz de Cristo y por la gran esperanza que nace de Él. San Agustín dice: a los cristianos no se les ahorra el sufrimiento, al contrario, a ellos les toca un poco más, porque vivir la fe expresa el valor de afrontar la vida y la historia más en profundidad. Con todo sólo así, experimentando el sufrimiento, conocemos la vida en su profundidad, en su belleza, en la gran esperanza suscitada por Cristo crucificado y resucitado. El creyente se encuentra colocado entre dos polos: por un lado la resurrección, que de algún modo está ya presente y operante en nosotros (cfr Col 3,1-4; Ef 2,6); por otro, la urgencia de insertarse en ese proceso que conduce a todos y a todo a la plenitud, descrita en la Carta a los Romanos con una audaz imaginación: como toda la creación gime y sufre casi los dolores del parto, así también nosotros gemimos en la esperanza de la redención de nuestro cuerpo, de nuestra redención y resurrección (cfr Rm 8,18-23).

En síntesis, podemos decir con Pablo que el verdadero creyente obtiene la salvación profesando con su boca que Jesús es el Señor y creyendo con el corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cfr Rm 10,9). Importante es sobre todo el corazón que cree en Cristo y que en la fe "toca" al resucitado; pero no basta llevar en el corazón la fe, debemos confesarla y testimoniarla con la boca, con nuestra vida, haciendo así presente la verdad de la cruz y de la resurrección en nuestra historia. De esta forma el cristiano se inserta en ese proceso gracias al cual el primer Adán, terrestre y sujeto a la corrupción y a la muerte, va transformándose en el último Adán, celeste e incorruptible (cfr 1 Cor 15,20-22.42-49). Este proceso ha sido puesto en marcha con la resurrección de Cristo, en la que se funda la esperanza de poder entrar con Cristo también en nuestra verdadera patria que está en el Cielo. Sostenidos por esta esperanza proseguimos con valor y alegría.