domingo, 3 de mayo de 2009

San Pablo, modelo de cómo hacer teología


Catequesis pronunciada por el Papa Benedicto XVI durante la audiencia general en la Plaza de San Pedro.

Ciudad del Vaticano, 5 de noviembre de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

"Si Cristo no ha resucitado, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe... estáis todavía en vuestros pecados" (1 Cor 15,14.17). Con estas fuertes palabras de la primera Carta a los Corintios, san Pablo da a entender qué decisiva importancia atribuye a la resurrección de Jesús. En este acontecimiento, de hecho, está la solución del problema que supone el drama de la Cruz. Por sí sola la Cruz no podría explicar la fe cristiana, al contrario, sería una tragedia, señal de la absurdidad del ser. El misterio pascual consiste en el hecho de que ese Crucificado "ha resucitado el tercer día, según las Escrituras" (1 Cor 15,4) - así atestigua la tradición protocristiana. Aquí está la clave central de la cristología paulina: todo gira alrededor de este centro gravitacional. La entera enseñanza del apóstol Pablo parte desde y llega siempre al misterio de Aquel que el Padre ha resucitado de la muerte. La resurrección es un dato fundamental, casi un axioma previo (cfr 1 Cor 15,12), en base al cual Pablo puede formular su anuncio (kerygma) sintético: Aquel que ha sido crucificado, y que ha manifestado así el inmenso amor de Dios por el hombre, ha resucitado y está vivo en medio de nosotros.

Es importante notar el vínculo entre el anuncio de la resurrección, tal como Pablo lo formula, y aquel que se usaba en las primeras comunidades cristianas prepaulinas. Aquí verdaderamente se puede ver la importancia de la tradición que precede al Apóstol y que él, con gran respeto y atención, quiere a su vez entregar. El texto sobre la resurrección, contenido en el capítulo 15,1-11 de la primera Carta a los Corintios, pone bien de relieve el nexo entre "recibir" y "transmitir". San Pablo atribuye mucha importancia a la formulación literal de la tradición; al término del fragmento que estamos examinando subraya: "Tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos" (1 Cor 15,11), poniendo así a la luz la unidad del kerigma, del anuncio para todos los creyentes y para todos aquellos que anunciarán la resurrección de Cristo. La tradición a la que se une es la fuente a la que tender. La originalidad de su cristología no va nunca en detrimento de la fidelidad a la tradición. El kerigma de los Apóstoles preside siempre la reelaboración personal de Pablo; cada una de sus argumentaciones parte de la tradición común, en la que se expresa la fe compartida por todas las Iglesias, que son una sola Iglesia. Y así san Pablo ofrece un modelo para todos los tiempos sobre cómo hacer teología y cómo predicar. El teólogo, el predicador no crean nuevas visiones del mundo y de la vida, sino que están al servicio de la verdad transmitida, al servicio del hecho real de Cristo, de la Cruz, de la resurrección. Su deber es ayudar a comprender hoy, tras las antiguas palabras, la realidad del "Dios con nosotros", y por tanto, la realidad de la vida verdadera.

Aquí es oportuno precisar: san Pablo, al anunciar la resurrección, no se preocupa de presentar una exposición doctrinal orgánica -no quiere escribir prácticamente un manual de teología- sino que afronta el tema respondiendo a dudas y preguntas concretas que le venían propuestas por los fieles; un discurso ocasional, por tanto, pero lleno de fe y de teología vivida. En él se encuentra una concentración de lo esencial: nosotros hemos sido "justificados", es decir, hechos justos, salvados, por el Cristo muerto y resucitado por nosotros. Emerge sobre todo el hecho de la resurrección, sin el cual la vida cristiana sería simplemente absurda. En aquella mañana de Pascua sucedió algo extraordinario, nuevo y, al mismo tiempo muy concreto, contrastado por señales muy precisas, registradas por numerosos testimonios. También para Pablo, como para los otros autores del Nuevo Testamento, la resurrección está unida al testimonio de quien ha hecho una experiencia directa del Resucitado. Se trata de ver y de escuchar no solo con los ojos o con los sentidos, sino también con una luz interior que empuja a reconocer lo que los sentidos externos atestiguan como dato objetivo. Pablo da por ello -como los cuatro Evangelios- relevancia fundamental al tema de las apariciones, que son condición fundamental para la fe en el Resucitado que ha dejado la tumba vacía. Estos dos hechos son importantes: la tumba está vacía y Jesús se apareció realmente. Se constituye así esa cadena de la tradición que, a través del testimonio de los Apóstoles y de los primeros discípulos, llegará a las generaciones sucesivas, hasta nosotros. La primera consecuencia, o el primer modo de expresar este testimonio, es predicar la resurrección de Cristo como síntesis del anuncio evangélico y como punto culminante de un itinerario salvífico. Todo esto Pablo lo hace en distintas ocasiones: se pueden consultar las Cartas y los Hechos de los Apóstoles, donde se ve siempre que el punto esencial para él es ser testigo de la resurrección. Quisiera citar solo un texto: Pablo, arrestado en Jerusalén, está ante el Sanedrín como acusado. En esta circunstancia en la que está en juego para él la muerte o la vida, indica cuál es el sentido y el contenido de toda su preocupación: "por esperar la resurrección de los muertos se me juzga" (Hch 23,6). Este mismo estribillo repite Pablo continuamente en sus Cartas (cfr 1 Ts 1,9s; 4,13-18; 5,10), en las que apela a su experiencia personal, a su encuentro personal con Cristo resucitado (cfr Gal 1,15-16; 1 Cor 9,1).

Pero podemos preguntarnos: ¿cuál es, para san Pablo, el sentido profundo del acontecimiento de la resurrección de Jesús? ¿Qué nos dice a nosotros a dos mil años de distancia? La afirmación "Cristo ha resucitado" ¿es catual también para nosotros? ¿Por qué la resurrección es para él y para nosotros hoy un tema tan determinante? Pablo da solemnemente respuesta a esta pregunta al principio de la Carta a los Romanos, donde exhorta refiriéndose al "Evangelio de Dios... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1,3-4). Pablo sabe bien y lo dice muchas veces que Jesús era Hijo de Dios siempre, desde el momento de su encarnación. La novedad de la resurrección consiste en el hecho de que Jesús, elevado de la humildad de su existencia terrena, ha sido constituido Hijo de Dios "con poder". El Jesús humillado hasta la muerte en cruz puede decir ahora a los Once: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18). Se ha realizado cuanto dice el Salmo 2, 8: "Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra". Por eso con la resurrección comienza el anuncio del Evangelio de Cristo a todos los pueblos - comienza el reinado de Cristo, este nuevo reino que no conoce otro poder que el de la verdad y del amor. La resurrección revela por tanto definitivamente cuál es la auténtica identidad y la extraordinaria estatura del Crucificado. Una dignidad incomparable y altísima: ¡Jesús es Dios! Para san Pablo la secreta identidad de Jesús, más aún que la encarnación, se revela en el misterio de la resurrección. Mientras el título de Cristo, es decir, ‘Mesías', ‘Ungido', en san Pablo tiende a convertirse en el nombre propio de Jesús y el de Señor especifica su relación personal con los creyentes, ahora el título de Hijo de Dios viene a ilustrar la relación íntima de Jesús con Dios, una relación que se revela plenamente en el acontecimiento pascual. Se puede decir, por tanto, que Jesús ha resucitado para ser el Señor de los vivos y los muertos (cfr Rm 14,9; e 2 Cor 5,15) o, en otros términos, nuestro Salvador (cfr Rm 4,25).

Todo esto está cargado de importantes consecuencias para nuestra vida de fe: estamos llamados a participar hasta en lo más profundo de nuestro ser en todo el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo. Dice el Apóstol: hemos "muerto con Cristo" y creemos que "viviremos con él, sabiendo que Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él (Rm 6,8-9). Esto se traduce en un compartir los sufrimientos de Cristo, como preludio a esa configuración plena con Él mediante la resurrección, a la que miramos con esperanza. Es lo que le ha sucedido también a san Pablo, cuya experiencia está descrita en las Cartas con tonos tan precisos como realistas: "y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión de sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Fil 3,10-11; cfr 2 Tm 2,8-12). La teología de la Cruz no es una teoría - es la realidad de la vida cristiana. Vivir en la fe en Jesucristo, vivir la verdad y el amor implica renuncias todos los días, implica sufrimientos. El cristianismo no es el camino de la comodidad, es más bien una escalada exigente, pero iluminada por la luz de Cristo y por la gran esperanza que nace de Él. San Agustín dice: a los cristianos no se les ahorra el sufrimiento, al contrario, a ellos les toca un poco más, porque vivir la fe expresa el valor de afrontar la vida y la historia más en profundidad. Con todo sólo así, experimentando el sufrimiento, conocemos la vida en su profundidad, en su belleza, en la gran esperanza suscitada por Cristo crucificado y resucitado. El creyente se encuentra colocado entre dos polos: por un lado la resurrección, que de algún modo está ya presente y operante en nosotros (cfr Col 3,1-4; Ef 2,6); por otro, la urgencia de insertarse en ese proceso que conduce a todos y a todo a la plenitud, descrita en la Carta a los Romanos con una audaz imaginación: como toda la creación gime y sufre casi los dolores del parto, así también nosotros gemimos en la esperanza de la redención de nuestro cuerpo, de nuestra redención y resurrección (cfr Rm 8,18-23).

En síntesis, podemos decir con Pablo que el verdadero creyente obtiene la salvación profesando con su boca que Jesús es el Señor y creyendo con el corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cfr Rm 10,9). Importante es sobre todo el corazón que cree en Cristo y que en la fe "toca" al resucitado; pero no basta llevar en el corazón la fe, debemos confesarla y testimoniarla con la boca, con nuestra vida, haciendo así presente la verdad de la cruz y de la resurrección en nuestra historia. De esta forma el cristiano se inserta en ese proceso gracias al cual el primer Adán, terrestre y sujeto a la corrupción y a la muerte, va transformándose en el último Adán, celeste e incorruptible (cfr 1 Cor 15,20-22.42-49). Este proceso ha sido puesto en marcha con la resurrección de Cristo, en la que se funda la esperanza de poder entrar con Cristo también en nuestra verdadera patria que está en el Cielo. Sostenidos por esta esperanza proseguimos con valor y alegría.