sábado, 28 de noviembre de 2009

Adviento: La espera de la Esperanza



Por Mario J. Paredes


NUEVA YORK, viernes 27 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos una reflexión sobre Adviento escrita por Mario J. Paredes, presidente de la Asociación Católica de Líderes Latinos (CALL) de los Estados Unidos, miembro del comité presidencial de enlace de la Sociedad Bíblica de los Estados Unidos con la Iglesia católica.


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Con el tiempo de adviento comienza otro año en la vida litúrgica de los católicos. Adviento es vocablo latino que significa espera de lo que ha de venir, expectación de algo que está en advenimiento, de lo que llega, de lo que vendrá y plenificará el presente.

Que sería de la vida del ser humano sin la esperanza! Naufragaríamos en el mar de la incertidumbre, del sufrimiento, del dolor, del mal, sin que nada nos alentara a seguir confiando, luchando, trabajando, proyectando, amando, confiando, creyendo, esperando...

Los cristianos somos, esencial y fundamentalmente, hombres y mujeres de esperanza. Es decir, hombres y mujeres que viven en permanente adviento: en la espera de que el nacimiento de Dios llegue en la navidad, en la espera de los encuentros cotidianos con Dios mediante su creación, mediante el hermano especialmente el más pobre, mediante la liturgia, mediante los sacramentos, mediante tantos signos y circunstancias que Dios se nos acerca y viene a nuestro encuentro cada día. El cristiano vive en la espera de que las promesas de Dios lleguen a su cumplimiento, que el Reinado de Dios triunfe sobre el reinado del mundo, que la misericordia de Dios triunfe sobre el desamor y que el poder de Dios venza sobre los podercitos mezquinos del hombre.

Pero el cumplimiento de estas esperanzas, para que - como dice el salmo del adviento - en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente, exige que los cristianos construyamos, con nuestros hechos y palabras, con nuestros anuncios y denuncias, nuestros comportamientos, actitudes y trabajos, espacios y tiempos en los que la esperanza cristiana sea posible, es decir, espacio-tiempos en los que el Reinado de Dios se haga presente por medio nuestro.

Así, la esperanza que esperamos nos saca de una actitud resignada y pasiva y nos mueve a construir la esperanza que esperamos, el cielo y la tierra nueva que anhelamos. Más aún, el cristiano sabe que las esperas cotidianas de felicidad se plenifican sólo en nuestra esperanza: Cristo y su vida en nosotros. La esperanza cristiana no es una esperanza que se agota en las satisfacciones temporales y efímeras sino que empuja todo nuestro presente hacia un futuro plenificador y totalizante en Dios.

Adviento, este tiempo litúrgico que antecede a la espera de la Navidad, es - más que un tiempo litúrgico - una actitud de vida y un compromiso personal y comunitario del creyente y de los que en Iglesia creemos en el Evangelio de Jesucristo y de un mundo en el que lo divino nazca, aparezca y se manifieste en lo más humano y cotidiano de nuestra historia presente.

De esta esperanza que no se agota en el día a día, de la esperanza que anima todos nuestros instantes, de la esperanza infinita y sin condiciones, de la esperanza que no pasa y no muere, de la esperanza que nos abre al mas allá de esta intrahistoria limitada, de la esperanza que vence toda forma de mal, de dolor y de muerte nos habla la liturgia en este tiempo de Adviento.

Hoy más que nunca urge vivir el espíritu del Adviento. Nos circundan por todas partes manifestaciones de crisis: crisis del espíritu humano, crisis de logros que otrora soñó la humanidad, crisis de confianza en lo que puede el hombre y sus instituciones, hay crisis de confianza en los gobiernos, en los regímenes, en los modelos políticos y económicos, hay desconfianza entre los pueblos y las naciones, hay incredulidad en los lideres espirituales, hay desilusión, hay desesperanza porque hay hambre y mil formas de inequidad, de injusticia, de violencia y de muerte. Hay un sentir colectivo según el cual nuestro presente es de no-futuro. Hay incertidumbre, hay pérdida del sentido de la vida, hay angustia, vivimos tiempos difíciles en todos los ámbitos del quehacer humano y sin embargo, la liturgia católica, en este tiempo de Adviento nos invita, una vez más, a la espera de la Esperanza, al compromiso y construcción de tiempos mejores...

Deseo a todos que este Adviento 2009 nos llene de esperanza, de un aliento siempre renovado para hacer posible nuestra Esperanza: el Evangelio de Jesucristo entre nosotros, vivido y anunciado por nosotros, para la construcción de un mundo mejor, más justo, más humano y con ello más según el querer de Dios.

sábado, 21 de noviembre de 2009

El Papa: “El hambre es el signo más cruel y concreto de la pobreza”


Intervención en la apertura de la Cumbre Mundial sobre Seguridad Alimentaria


ROMA, lunes 16 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).-

El hambre es “el signo más cruel y concreto de la pobreza” y no tiene “una relación de causa-efecto” con el aumento de la población”, afirmó Benedicto XVI este lunes por la mañana en la sede de la FAO en Roma.

El Papa intervino en la sesión de apertura de la Cumbre Mundial sobre Seguridad Alimentaria, que se celebra del 16 al 18 de noviembre en Roma.

“La tierra puede nutrir suficientemente a todos sus habitantes” porque “si bien en algunas regiones se mantienen bajos niveles de producción agrícola a causa también de cambios climáticos, dicha producción es globalmente suficiente para satisfacer tanto la demanda actual, como la que se puede prever en el futuro”.

Colaborar para un “desarrollo humano integral”

Según el pontífice, “aunque los Países más pobres se han integrado en la economía mundial de manera más amplia que en el pasado, la tendencia de los mercados internacionales los hace en gran medida vulnerables y los obliga a tener que recurrir a las ayudas de las Instituciones intergobernativas”.

La cooperación, señaló, debe ser “coherente con el principio de subsidiaridad”. Por ello, es necesario “implicar a las comunidades locales en las opciones y decisiones referentes a la tierra de cultivo", indicó.

“Porque el desarrollo humano integral requiere decisiones responsables por parte de todos y pide una actitud solidaria que no considere la ayuda o la emergencia en función de quien pone a disposición los recursos o de grupos de élite que hay entre los beneficiarios”, añadió.

La solidaridad para el desarrollo de los países pobres, por otra parte, puede llegar a ser también una “vía de solución para la actual crisis global”, sugirió.

En este sentido, explicó que “sosteniendo con planes de financiación inspirados en la solidaridad estas Naciones, para que ellas mismas sean capaces de satisfacer las propias demandas de consumo y de desarrollo, no sólo se favorece el incremento económico en su interior, sino que puede tener repercusiones positivas para el desarrollo humano integral en otros países”.

Contra el hambre, una “conciencia solidaria”

Benedicto XVI también alertó contra el peligro de considerar el hambre como un fenómeno “estructural, parte integrante de la realidad socio-política de los países más débiles, objeto de un sentido de resignada amargura, si no de indiferencia”.

“No es así, ni debe ser así -exclamó-. Para combatir y vencer el hambre es esencial empezar por redefinir los conceptos y los principios aplicados hasta hoy en las relaciones internacionales”.

En este sentido, indicó la importancia de buscar “nuevos parámetros -necesariamente éticos y después jurídicos y económicos- que sean capaces de inspirar la actividad de cooperación para construir una relación paritaria entre Países que se encuentran en diferentes grados de desarrollo”.

Al mismo tiempo, es necesario “entender las necesidades del mundo rural”, descartando la posibilidad de ser considerado “de modo miope, como una realidad secundaria” y favorecer el acceso al mercado internacional de los productos procedentes de las áreas más pobres, “hoy a menudo relagados a espacios limitados”, dijo.

También pidió no olvidar “los derechos fundamentales de la personas, entre los que destaca el derecho a una alimentación suficiente, sana y nutritiva, y el derecho al agua”.

Para lograr esos objetivos, “rescatar las reglas del comercio internacional de la lógica del provecho como un fin en sí mismo, orientándolas en favor de la iniciativa económica de los Países más necesitados de desarrollo, que, disponiendo de mayores entradas, podrán caminar hacia la autosuficiencia, que es el preludio de la seguridad alimentaria”.

Refiriéndose a su encíclica “Caritas in veritate”, Benedicto XVI también recordó la necesidad de una “conciencia solidaria, que considere la alimentación y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinción ni discriminaciones”.

“No es posible continuar aceptando la opulencia y el derroche, cuando el drama del hambre adquiere cada vez mayores dimensiones”, señaló.

“Reconocer el valor trascendente de cada hombre y mujer es el primer paso para favorecer la conversión del corazón que pueda sostener el esfuerzo para erradicar la miseria, el hambre y la pobreza en todas sus formas”.

El desarrollo respeta el medio ambiente

Los métodos de producción alimentaria, recordó el obispo de Roma, imponen igualmente un “análisis atento de la relación entre el desarrollo y la tutela ambiental”

Esta tutela la señaló como “un desafío actual para garantizar un desarrollo armónico, respetuoso del diseño de Dios el Creador y por tanto en condiciones de salvaguardar el planeta”.

Desde este punto de vista, se debe profundizar en las conexiones existentes “entre la seguridad ambiental y el fenómeno preocupante del cambio climático”, teniendo en cuenta el lugar central de la persona humana y sobre todo a las poblaciones más vulnerables.

Para ello, concluyó, no bastan “normativas, legislaciones, planes de desarrollo e inversiones”, sino “un cambio en los estilos de vida personales y comunitarios, en el consumo y en las necesidades concretas” y sobre todo “tener presente ese deber moral de distinguir en las acciones humanas el bien del mal para redescubrir así el vínculo de comunión que une la persona y lo creado”.

El director general de la FAO, Jacques Diouf, definió la presencia del pontífice de este lunes como “un evento excepcional” que confiere a la cumbre “una fuerte dimensión espiritual”.

“La Iglesia siempre ha tenido como responsabilidad la de aliviar la pobreza de los más necesitados”, destacó.

También auspició que la presencia del Papa permitirá llevar la lucha contra el hambre al mundo “a un nivel de responsabilidad colectiva y de ética que trascienda los puestos en juego y los intereses nacionales y regionales, para reafirmar con voz clara y fuerte el derecho a la alimentación, el primero de los derechos humanos”.

La de este lunes ha sido la quinta visita de un Papa a la sede de la FAO de Roma. Benedicto XVI estaba acompañado por el Secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone; por el arzobispo Filoni, sustituto de la Secretaría de Estado; por monseñor Mamberti, secretario para las Relaciones con los Estados, y Harvey, prefecto de la Casa pontificia.

También por el obispo De Nicolò, regente de la Prefectura, por monseñores Gänswein, su secretario particular, y Volante, Observador Permanente de la Santa Sede ante las organizaciones y los organismos de las Naciones Unidas para la alimentación y la agricultura.

Actualmente, 1,02 millones de personas están desnutridas.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Benedicto XVI: la caridad pertenece a la misma naturaleza de la Iglesia


Discurso a los miembros del Consejo Pontificio Cor Unum


CIUDAD DEL VATICANO, viernes 13 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto del discurso pronunciado hoy por el Papa Benedicto XVI, al recibir en audiencia a los participantes en la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio Cor Unum.

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Señores cardenales,

venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,

queridos hermanos y hermanas,

Estoy contento de saludaros a cada uno de vosotros, Miembros, Consultores y Oficiales del Consejo Pontificio Cor Unum, reunidos aquí para la Asamblea Plenaria, durante la cual se afronta el tema "Recorridos formativos para los operadores de la caridad". Saludo al cardenal Paul Josef Cordes, presidente del Dicasterio, y le agradezco por las corteses palabras que me ha dirigido también en nombre vuestro. A todos expreso mi reconocimiento por el precioso servicio que ofrecéis a la actividad caritativa de la Iglesia. Mi pensamiento, de modo especial, se dirige a los numerosos fieles que, a títulos diversos y en cada parte del mundo, hacen entrega, con generosidad y dedicación, de su tiempo y de sus energías para dar testimonio del amor de Cristo, Buen Samaritano, que se inclina a los necesitados en el cuerpo y en el espíritu. Dado que, como subrayé en la encíclica Deus caritas est, "la íntima naturaleza de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia), servicio de la caridad (diakonia)" (cfr n. 25), la caridad pertenece a la misma naturaleza de la Iglesia.

Trabajando en este ámbito de la vida eclesial, vosotros lleváis a cabo una misión que se coloca en una tensión constante entre dos polos: el anuncio del Evangelio y la atención al corazón del hombre y al ambiente en el que vive. Este año dos especiales acontecimientos eclesiales han resaltado este aspecto: la publicación de la encíclica Caritas in veritate y la celebración de la Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos sobre la reconciliación, la justicia y la paz. En perspectivas diversas pero convergentes estos han puesto de manifiesto cómo la Iglesia, en su anuncio salvífico, no puede prescindir de las condiciones concretas de vida de los hombres, a los cuales es enviada. El actuar para mejorarlas concierne a su misma vida y a su misión, ya que la salvación de Cristo es integral e implica al hombre en todas sus dimensiones, física, espiritual, social y cultural, terrena y celestial. Precisamente de esta conciencia han nacido, en el transcurso de los siglos, muchas obras y estructuras eclesiales cuyo fin es la promoción de las personas y de los pueblos, que han dado y siguen dando una contribución insustituible para el crecimiento, el desarrollo armónico e integral del ser humano. Como he reafirmado en la encíclica Caritas in veritate, "el testimonio de la caridad de Cristo a través de las obras de justicia, paz y desarrollo, forma parte de la evangelización, porque para Jesucristo, que nos ama, es muy importante todo el hombre" (n. 15).

Desde esta óptica hay que considerar el compromiso de la Iglesia por el desarrollo de una sociedad más justa, en la que se reconozcan y respeten todos los derechos de los individuos y de los pueblos (cfr ibid., 6). Muchos fieles laicos, al respecto, llevan a cabo una provechosa acción en el campo económico, social, legislativo y cultural y promueven el bien común. Estos dan testimonio del Evangelio, contribuyendo a construir un justo orden en la sociedad y participando en primera persona en la vida pública (cfr Deus caritas est, 28). No compete ciertamente a la Iglesia intervenir directamente en la política de los Estados o en la construcción de estructuras políticas adecuadas (cfr n. 9). La Iglesia con el anuncio del Evangelio abre el corazón por Dios y por el prójimo y despierta las conciencias. Con la fuerza de su anuncio defiende los verdaderos derechos humanos y se compromete con la justicia. La fe es una fuerza espiritual que purifica la razón en la búsqueda de un orden justo, liberándola del riesgo siempre presente de ser "deslumbrada" por el egoísmo, el interés o el poder. En verdad, como la experiencia demuestra, también en las sociedades más evolucionadas desde el puto de vista social, la caritas sigue siendo necesaria: el servicio del amor nunca es superfluo, no sólo porque el alma humana tiene siempre necesidad, además de las cosas materiales, del amor, sino también porque sigue habiendo situaciones de sufrimiento, de soledad, de necesidad, que requieren dedicación personal y ayudas concretas. Cuando ofrece atención amorosa al hombre, la Iglesia siente latir en sí misma la plenitud del amor suscitada por el Espíritu Santo, el cual, mientras ayuda al hombre a liberarse de las opresiones materiales, asegura descanso y apoyo al alma, liberándola de los males que la afligen. La fuente de este amor es Dios mismo, infinita misericordia y amor eterno. Quien por tanto presta su servicio dentro de los organismos eclesiales que gestionan iniciativas y obras de caridad, no puede sino tener este principal objetivo: dar a conocer y experimentar el Rostro misericordioso del Padre celeste, porque en el corazón de Dios Amor está la verdadera respuesta a las esperanzas más íntimas de todo corazón humano.

¡Qué necesario es para los cristianos mantener fija la mirada en el Rostro de Cristo! Sólo en Él, plenamente Dios y plenamente hombre, podemos contemplar al Padre (cfr Jn 14,9) y experimentar su infinita misericordia! Los cristianos saben estar llamados a servir y a amar al mundo, pero sin ser "del mundo" (cfr Jn 15,19); a llevar una Palabra de salvación íntegra del hombre, que no se puede cerrar en el horizonte terreno; a permanecer - como Cristo - totalmente fieles a la voluntad del Padre hasta el don supremo de sí mismos, para percibir más fácilmente esa necesidad de amor verdadero que hay en cada corazón. Este es el camino que debe recorrer, si quiere seguir la lógica del Evangelio, quien quiera dar testimonio de la caridad de Cristo.

Queridos amigos, es importante que la Iglesia, inserta en las circunstancias de la historia y de la vda de los hombres, se haga canal de la bondad y del amor de Dios. Así sea para vosotros y para cuantos operan en el vasto ámbito del que se ocupa vuestro Consejo Pontificio! Con este augurio, invoco la materna intercesión de María sobre vuestros trabajos y, mientras renuevo mi acción de gracias por vuestra presencia y por la obra que lleváis a cabo, os imparto con agrado a cada uno de vosotros y a vuestras familias mi Bendición Apostólica.

[Traducción del italiano por Inma Álvarez

sábado, 7 de noviembre de 2009

Benedicto XVI: “estad preparados con las lámparas encendidas”



Misa en sufragio por los cardenales y obispos muertos el último año


CIUDAD DEL VATICANO, jueves 5 de noviembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto de la homilía pronunciada hoy por el Papa con motivo de la Misa en sufragio de los cardenales, arzobispos y obispos de todo el mundo, fallecidos en los últimos doce meses, que se celebró hoy en el Altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro.

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¡Venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,

queridos hermanos y hermanas!

“¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!”. Las palabras del Salmo 122, que hemos cantado hace poco, nos indican a elevar la mirada del corazón hacia la “casa del Señor”, hacia el Cielo donde está misteriosamente reunida, en la visión beatífica de Dios, la multitud de todos los santos, que la liturgia nos ha hecho contemplar hace algunos días. A la solemnidad de los Santos ha seguido la conmemoración de todos los Fieles difuntos. Estas dos celebraciones vividas en un profundo clima de fe y de oración, nos ayudan a percibir mejor el misterio de la Iglesia en su totalidad y a comprender cada vez más que la vida debe ser una espera siempre vigilante, una peregrinación hacia la vida eterna, cumplimiento último que da sentido y plenitud a nuestro camino terreno. A las puertas de la Jerusalén celeste “ya están puestos nuestros pies” (v. 2).

A esta meta definitiva han llegado ya los llorados cardenales Avery Dulles, Pio Laghi, Stéphanos II Ghattas, Stephen Kim Sou-Hwan, Paul Joseph Pham Đình Tung, Umberto Betti, Jean Margéot, y los numerosos arzobispos y obispos que nos han dejado durante este último año. Les recordamos con afecto y damos gracias a Dios por el bien que han hecho. En su sufragio eterno ofrecemos el Sacrificio eucarístico, reunidos, como cada año, en esta Basílica Vaticana. Pensemos en ellos en la comunión, real y misteriosa, que nos une a nosotros, peregrinos en la tierra, a cuantos nos ha precedido en el más allá, seguros de que la muerte no rompe los vínculos de fraternidad espiritual sellados por los Sacramentos del Bautismo y del Orden.

En estos venerados hermanos nuestros queremos reconocer a los siervos de los que habla la parábola evangélica proclamada hace un momento: siervos fieles, a los que el amo, de vuelta de las bodas, ha encontrado despiertos y preparados (cfr Lc 12,36-38); pastores que han servido a la Iglesia asegurando al rebaño de Cristo el cuidado necesario; testigos del Evangelio que, en la variedad de los dones y de las tareas, han dado prueba de vigilancia activa, de dedicación generosa a la causa del Reino de Dios. Cada celebración eucarística, en la que tantas veces participaron, primero como fieles y luego como sacerdotes, anticipa del modo más elocuente cuanto el Señor ha prometido: Él mismo, sumo y eterno Sacerdote, hará sentar a sus siervos a la mesa y les servirá (cfr Lc 12,37). Sobre la Mesa eucarística, banquete nupcial de la Nueva Alianza, Cristo, Cordero pascual, se hace nuestro alimento, destruye la muerte y nos da su vida, la vida sin fin. Hermanos y hermanas, permanezcamos también nosotros despiertos y vigilantes: que los encuentre así “el amo cuando vuelve de las bodas, llegando en medio de la noche o antes del alba” (cfr Lc 12,38). ¡También nosotros, entonces, como los siervos del Evangelio, seremos bienaventurados!

"Las almas de los justos están en las manos de Dios” (Sb 3,1). La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, habla de justos perseguidos, condenados injustamente a muerte. Pero aunque si su puerte – subraya el Autor sagrado – sucede en circunstancias humillantes y dolorosas tales que parecen una desgracia, en verdad para quienes tienen fe no es así: “ellos están en la paz” y, aun si sufrieron castigos a los ojos de los hombres, “su esperanza está llena de inmortalidad" (vv. 3-4). Es doloroso el alejamiento de los seres queridos, el acontecimiento de la muerte es un enigma lleno de inquietud, pero, para los creyentes, venga como venga, está siempre iluminado por la “esperanza de la inmortalidad”. La fe nos sostiene en estos momentos humanamente llenos de tristeza y de malestar: “A tus hijos la vida no ha sido quitada, sino transformada – recuerda la liturgia –; y mientras se destruye la morada de este exilio terreno, se prepara una morada en el Cielo” (Prefacio de difuntos). Queridos hermanos y hermanas, sabemos bien y lo experimentamos en nuestro camino, que no faltan dificultades y problemas en esta vida, hay situaciones de sufrimiento y dolor, momentos difíciles que comprender y aceptar. Todo esto sin embargo adquiere valor y significado si se considera en la perspectiva de la eternidad. Cada prueba, de hecho, acogida con paciencia perseverante y ofrecida por el Reino de Dios, viene en nuestra ayuda espiritual ya aquí abajo, y sobre todo en la vida futura, en el Cielo. En este mundo estamos de paso, purificados en el crisol como el oro, afirma la Sagrada Escritura (cfr Sb 3,6). Misteriosamente asociados a la pasión de Cristo, podemos hacer de nuestra existencia una ofrenda agradable al Señor, un sacrificio voluntario de amor.

En el Salmo responsorial y después en la segunda lectura, tomada de la primera carta de san Pedro, encontramos como un eco a las palabras del libro de la Sabiduría. Mientras el Salmo 122, retomando el canto de los peregrinos que suben a la Ciudad santa y tras un largo camino llegan, llenos de alegría, a sus puertas, nos proyecta en el clima de fiesta del Paraíso, san Pedro nos exhorta, durante la peregrinación terrena, a tener viva en el corazón la perspectiva de la esperanza, de una “esperanza viva” (1,3). Frente al inevitable disolverse de la escena de este mundo – anota – se nos ha dado la promesa de una “heredad que no se corrompe, no se mancha y no se marchita” (v. 4), porque Dios nos ha regenerado, en su gran misericordia, “mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (1,3). Este es el motivo por el que debemos estar “colmados de alegría”, aunque estemos afligidos por varias penas. Si, de hecho, perseveramos en el bien, nuestra fe, purificada por muchas pruebas, resplandecerá un día en todo su fulgor y volverá en alabanza, gloria y honor nuestro cuando Jesús se manifieste en su gloria. Aquí está la razón de nuestra esperanza, que ya aquí nos hace exultar “de gloria indecible y gloriosa”, mientras estamos en camino hacia la meta de nuestra fe: la salvación de las almas (cfr vv. 6-8).

Queridos hermanos y hermanas, con estos sentimientos queremos confiar a la Divina Misericordia a estos cardenales, arzobispos y obispos, junto con los que hemos trabajado en la viña del Señor. Definitivamente liberados de lo que queda en ellos de fragilidad humana, los acoja en Padre celeste en su Reino eterno y les conceda el premio prometido a los servidores buenos y fieles del Evangelio. Que les acompañe, son su solicitud maternal, la Virgen Santa, y les abra las puertas del Paraíso. Que la Virgen María nos ayude también a nosotros, aún caminantes por la tierra, a mantener fija la mirada hacia la patria que nos espera; nos anime a estar preparados “ceñidos vuestros lomos y con las lámparas encendidas” para acoger al Señor cuando “llegue y llame” (Lc 12,35-36). A cualquier hora y en cualquier momento. ¡Amen!

[Traducción del italiano por Inma Álvarez]