domingo, 30 de mayo de 2010

El Misterio de la Santísima Trinidad





Muy conocida es la anécdota de la vida de San Agustín cuando, meditando cierto día sobre el misterio de la Santísima Trinidad, se encontró a un niño que pretendía con una concha vaciar el mar en un pequeño agujero. Dios le daba a entender así la desproporción de querer penetrar en la profundidad de Sus Misterios con la capacidad de una mente creada.

Hay un límite a lo que la razón humana -aun en condiciones óptimas- puede captar y entender. Dado que Dios es un Ser infinito, ningún intelecto creado, por dotado que esté, puede abarcar su insondable grandeza.

La más profunda de las verdades de fe es ésta: habiendo un solo Dios, existen en Él tres Personas distintas -Padre, Hijo y Espíritu Santo-. Hay una sola naturaleza divina, pero tres Personas divinas. En lo creado, a cada “naturaleza” corresponde siempre una “persona”. Si hay cuatro personas en una oficina, cuatro naturalezas humanas están presentes; si sólo está una naturaleza humana presente, hay una sola persona. Así, cuando tratamos de pensar en Dios como tres Personas con una y la misma naturaleza, nos encontramos como dando de topes contra la pared.

Aunque esta verdad (y otras que después veremos) no quepan dentro de lo limitado de nuestras facultades, no por eso dejan de ser verdades y realidades. Las creemos no porque las descubra la razón, sino porque Dios nos las ha manifestado, y Él es infinitamente sabio y veraz. Para captarlas mejor tenemos que esperar a que Él se nos manifieste del todo en el cielo.

Sin embargo, los teólogos se han esforzado para explicarnos algunas cosas. Nos dicen que la distinción entre las tres Personas divinas se basa en la relación que existe entre ellas. Veamos cómo razonan.

En primer lugar, consideremos a Dios Padre. Éste, con su infinita sabiduría, al conocerse a Sí mismo, formula un pensamiento de Sí mismo. Tú y yo, muchas veces, hacemos una cosa parecida. Cuando piensas en ti (o yo en mí), lo que haces es formarte un concepto sobre el propio yo “Juan López”, o “María Pérez”, es decir, “aquello que eres tú para ti mismo”.

Sin embargo, hay una diferencia muy grande entre nuestro propio conocimiento y el de Dios sobre Sí mismo. Nuestro conocimiento propio es imperfecto, incompleto (“nadie es buen juez en causa propia”). E incluso, si nos conociéramos perfectamente, -es decir, si nuestro concepto sobre el propio yo fuera una clarísima reproducción de nosotros mismos-, tan sólo sería un pensamiento que no saldría de nuestro interior, sin existencia independiente, sin vida propia. El pensamiento cesaría de existir, aun en mi mente, tan pronto como volviera mi atención a otro asunto.

Tratándose de Dios, las cosas son muy distintas. Su pensamiento sobre Sí mismo es perfectísimo: abarca completamente todos y cada uno de los aspectos de su infinitud. Pero un pensamiento perfectísimo, para que de verdad lo sea, ha de tener existencia propia (si puede desaparecer, le faltaría esa perfección). Tal fuerza tiene Su pensamiento, es tan infinitamente completo y perfecto, que lo ha re-producido con existencia propia. La imagen que Dios ve de Sí mismo, la Palabra silenciosa con que eternamente se expresa a Sí mismo, debe tener una existencia propia, distinta. A este Pensamiento vivo en que Dios se expresa a Sí mismo perfectamente lo llamamos Dios Hijo. Dios Padre es Dios conociéndose a Sí mismo; Dios Hijo es la expresión del conocimiento que Dios tiene de Sí. Por ello, la segunda Persona de la Santísima Trinidad es llamada Hijo, precisamente porque es generado por toda la eternidad, engendrado en la mente divina del Padre.

Además, como esa generación es intelectual, se le llama “Verbo” es decir, “Palabra”. Dios Hijo es la “Palabra interior” que Dios Padre pronuncia cuando su infinita sabiduría conoce su esencia infinita.

Aunque en este punto ya habremos tenido necesidad de poner a trabajar la mente un poco más que de ordinario, hagamos un esfuerzo adicional para ver cómo nos explican los teólogos la realidad del Espíritu Santo.

Dios Padre (Dios conociéndose a Sí mismo) y Dios Hijo (el conocimiento de Dios sobre Sí mismo) contemplan la naturaleza que ambos poseen en común. Al verse (estamos hablando, claro está, de modo humano), contemplan en esa naturaleza lo bello y lo bueno en grado infinito. Y como lo bello y lo bueno producen amor, la Voluntad divina mueve a ambas Personas a un acto de amor infinito, de la Una hacia la Otra. Ya que el amor de Dios a Sí mismo, como el conocimiento de Dios de Sí mismo, son de la misma naturaleza divina, tiene que ser un amor vivo. Este amor infinitamente perfecto, infinitamente intenso, que dimana eternamente del Padre y del Hijo es el que llamamos Espíritu Santo “que procede del Padre y del Hijo”. Es la tercera persona de la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo es el “Amor Subsistente”, el “Amor hecho Persona”.

Tal es el misterio de la Santísima Trinidad: tres Personas distintas en un solo Dios verdadero.


El mayor misterio

Indudablemente, la Trinidad es un misterio. Si no se nos hubiera hablado de ella, jamás habríamos sospechado su existencia. Ahora que sabemos que existe, no podemos comprenderla. Aquel que tratara de penetrar este misterio sería como un pobre miope que tratara de divisar las costas africanas desde las brasileñas. No, no es posible penetrar las profundidades del Océano de la divinidad con nuestra limitada inteligencia.

Puede parecer digno a una mente contemporánea adoptar una actitud altiva contra el misterio, empuñar una maza y lanzarse, como un cruzado, a destrozar las vidrieras celestes tras las cuales se oculta. Ahora bien, ¿por qué no empezar la cruzada por la propia casa? Antes de que termináramos nuestra tarea en el mundo, la maza estaría rota, nuestro brazo agarrotado y nuestro espíritu lo suficientemente humillado como para comprender que el misterio nos rodea por todas partes, que no sólo se oculta tras los ventanales del cielo. ¿Qué sabemos, por ejemplo, de la electricidad, aparte de sus efectos? ¿Qué de las hondas hertzianas, aparte de que nos permiten oír la radio?...

Sabemos que una luz roja está compuesta de 132 millones de vibraciones por segundo, pero esto no nos sirve de mucho cuando la luz roja de un semáforo nos obliga a detenernos. Sabemos también que un cultivo desarrollado a partir del cerebro o de la médula espinal de un perro loco detiene la rabia, pero no sabemos por qué lo hace. Y así podríamos multiplicar los ejemplos. ¿No es, pues, un poco absurdo, que nos sorprendamos de que Dios pueda proponernos verdades que superan la capacidad de nuestro intelecto? ¿No hay rayos de luz invisibles para nosotros, sonidos inaudibles? Son limitaciones que aceptamos. Pues bien, con el intelecto ocurre lo mismo: hay verdades que no comprendemos, que no captamos, porque rebasan nuestra capacidad de conocimiento.

Dentro del misterio trinitario debemos estar prevenidos contra un error: el de pensar en Dios Padre como el que “apareció primero”, en Dios Hijo como el que vino después y en Dios Espíritu Santo como quien llegó al final. Los tres son igualmente eternos, ya que poseen la misma y única naturaleza divina; el Verbo de Dios y el Amor de Dios son tan sin tiempo como la Naturaleza de Dios. El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio de tres Personas co-iguales, co-eternas y consustanciales, realmente distintas, que tienen la misma naturaleza divina y constituyen un único y solo Dios.

No obstante, a cada Persona divina se le atribuyen ciertas actividades u obras, que parecen más apropiadas a la particular relación de tal o cual Persona divina. Por ejemplo, a Dios Padre se le adscribe la obra de la creación, ya que pensamos en Él como “el principio”, el arranque, el motor de todas las cosas. Como Dios Hijo es la Sabiduría o Conocimiento del Padre, le apropiamos las obras de sabiduría; es Él quien vino a la Tierra para mostrarnos la verdad. Por último, como el Espíritu Santo es el Amor Sustancial, le atribuimos las obras de amor, particularmente la acción santificadora de las almas.

Dios Padre es el Creador, Dios Hijo es el Redentor, Dios Espíritu Santo es el Santificador. Y, sin embargo, lo que Una Persona hace, lo hacen todas; donde Una está, están las tres.

El misterio de la Santísima Trinidad es el mayor misterio que existe. La fuente de la que procede nuestro conocimiento de él es la autoridad de Dios, porque sólo Él lo conoce y sólo Él podría revelarlo. Nos lo ha revelado y nuestras mentes se inclinan a Dios con gratitud. En ese misterio está la culminación de toda vida, su cima más alta y también sus raíces más profundas, el principio que es también la meta.


Dios escondido


Cuenta un autor inglés la anécdota de cierto muchacho, procedente de un arrabal de Londres, que fue a confesarse y redujo su confesión a lo siguiente: “Perdóneme, Padre, porque he pecado; he tirado piedras a los autobuses y no creo en el Espíritu Santo”. No sé si a alguien, pero a mí personalmente, nunca me ha asaltado la tentación de lanzar proyectiles a los autobuses y, por tanto, no puedo decir qué justificación tendría el penitente para esta conducta tan desconsiderada hacia la propiedad pública. Sí encuentro justificación, en cambio, para acusarme de no tener demasiada fe en el Espíritu Santo. Porque es, para mí y para el común de los católicos, “el Gran Desconocido”. Dios Padre es el Creador, el interlocutor del Padre Nuestro. El Hijo es, ni más ni menos, quien se hizo hombre para salvarnos. Pero, ¿qué sabemos del Espíritu Santo?

Por principio de cuentas, sabemos que es una de las tres Personas divinas que, con el Padre y el Hijo, constituyen la Santísima Trinidad. Sabemos también que se le llama Paráclito (palabra griega que significa “Consolador”). Se le llama además Espíritu de verdad, Espíritu de Dios, Espíritu de Amor. Sabemos también que llega a nuestra alma en el bautismo, y que continúa morando en ella mientras no lo echemos por el pecado mortal.

Y a esto se reduce el conocimiento del Espíritu Santo para muchos católicos, que les hace a no tener más que una somera comprensión del proceso interior de santificación que desarrolla, precisamente, el Espíritu Santo.

Hasta que Cristo la reveló, la existencia del Espíritu Santo -y, por supuesto, la de la Santísima Trinidad- era desconocida para la humanidad. Dios quería sobre todo insistir en la idea de Su Unidad, ya que los judíos estaban rodeados de naciones politeístas. Más de una vez dejaron el culto al Dios único, por la idolatría de los muchos dioses de su vecinos. En consecuencia, Dios, por medio de sus profetas, les inculcaba insistentemente la idea de Su Unidad. No complicó las cosas revelando al hombre pre-cristiano que hay tres Personas en Dios. Había de ser Jesucristo quien nos comunicara este maravilloso vislumbre de la íntima naturaleza divina.

Pues bien, ya que nosotros creemos en el Espíritu Santo, además del Padre y del Hijo, sería bueno que recordásemos qué queremos decir con esto. Quizá nos convenga no olvidar que el Espíritu Santo ha existido desde toda la eternidad, y la Trinidad no sería tal sin el Espíritu Santo. Remontémonos hasta el mismo inicio de todas las cosas, imaginemos a Dios existiendo fuera del tiempo, independiente de los mundos e incluso de los ángeles. Desde toda la eternidad ha habido una riqueza infinita de vida dentro de la simplicísima unidad de la Divinidad.

Explicábamos antes que Dios, el Padre, desde la eternidad ha dicho una Palabra; o, si queremos expresarlo de una manera más luminosa, ha producido un Pensamiento de Sí mismo. Cuando tú y yo pensamos, el pensamiento no tiene existencia alguna fuera de nuestras mentes; pero cuando la Mente eterna piensa en Sí misma, produce un Pensamiento tan eterno y tan perfecto como Ella, y ese Pensamiento es, como la Mente eterna, una Persona divina. Así que tenemos ya dos Personas dentro de la Santísima Trinidad: la Mente eterna y su eterno Pensamiento. Ahora bien, es imposible que esas dos Personas divinas existiendo juntas resulten mutuamente indiferentes: debe haber una actitud de la una hacia la otra, que no es difícil adivinar cual será: se amarán recíprocamente.

El Amor que brota tanto de la Mente eterna como de su eterno Pensamiento, como un lazo mutuo, es el Espíritu Santo. Por eso decimos que el Espíritu Santo “procede del Padre y del Hijo”. El es la respuesta consciente del Amor que surge entre ellos, que va del uno al otro.

sábado, 29 de mayo de 2010

Dios te ama - Juan Pablo II

Quien quiera que seas tú, cualquiera que sea tu condición existencial, Dios te ama.








Te ama totalmente.

La mayor prueba del amor de Dios se manifiesta en el hecho de que nos ama en nuestra condición humana, con nuestras debilidades y nuestras necesidades. Ninguna otra razón puede explicar el misterio de la cruz.

Ser cristianos no es, primariamente, asumir una infinidad de compromisos y obligaciones, sino dejarse amar por Dios.

Gracias al amor y misericordia de Cristo, no hay pecado, por grande que sea, que no pueda ser perdonado, no hay pecador que sea rechazado. Toda persona que se arrepiente será recibida por Jesucristo con perdón y amor inmenso.

El amor de Dios hacia nosotros, como Padre nuestro, es un amor fuerte y fiel, un amor lleno de misericordia, un amor que nos hace capaces de esperar la gracia de la conversión después de haber pecado.

El hombre tiene íntima necesidad de encontrarse con la misericordia de Dios hoy más que nunca, para sentirse radicalmente comprendido en la debilidad de su naturaleza herida; y sobre todo para hacer la experiencia espiritual de ese amor que acoge, vivifica y resucita a la vida nueva.

En vuestras dificultades, en los momentos de prueba y desaliento, cuando parece que toda dedicación está como vacía de interés y de valor, ¡tened presente que Dios conoce vuestros afanes! ¡Dios os ama uno por uno, está cercano a vosotros, os comprende! Confiad en Él, y en esta certeza encontrad el coraje y la alegría para cumplir con amor y con gozo vuestro deber.

Volved a encontrar el camino que lleva a Dios. No a un Dios cualquiera, sino al Dios que se ha manifestado Padre en el rostro amabilísimo de Jesús de Nazaret. Recordad ciertamente el abrazo tierno y afectuoso del Padre cuando vuelve a encontrar al hijo «pródigo». Dios ama el primero. Si os dejáis encontrar por Él, vuestro corazón hallará la paz. Será fácil responder a su amor con amor. Para entender, basta pensar en Jesús sobre la cruz y en el ladrón crucificado con Él, a su lado. Jesús le aseguró: «Hoy estarás conmigo en el paraíso.»

No olvidéis que el Señor escucha vuestra oración. En el silencio de la cárcel, incluso cuando os invade la melancolía y os sentís oprimidos por la amargura de la incomprensión y el abandono, nada puede impediros que abráis el corazón a la oración y al diálogo con Dios, que conoce la verdad de la vida de cada uno y puede repetir a quien le confía su propia pena e implora su ayuda: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más. »

Dios ama a todos sin distinción y sin límites. Ama a aquellos de vosotros que sois ancianos, a quienes sentís el peso de los años. Ama a cuantos estáis enfermos, a cuantos sufrís de sida o de enfermedades relacionadas con el sida. Ama a los parientes y amigos de los enfermos, y a quienes los cuidan. Nos ama a todos con un amor incondicional y eterno.

Puede acaso una mujer olvidarse de su hijo pequeño, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría.» El amor de Dios es tierno y misericordioso, paciente y lleno de comprensión. En la Sagrada Escritura, así como en la memoria viva de la Iglesia, el amor de Dios es ciertamente descrito, y ha sido experimentado, como el amor compasivo de una madre.

Cristo invita a sus oyentes a poner su esperanza en el cuidado amoroso del Padre: «No andéis preocupados por lo que comeréis o beberéis; no os preocupéis... Vuestro Padre sabe muy bien que tenéis necesidad de ello. Buscad, más bien, el reino de Dios.»

La paz viene cuando aprendemos a descansar en la providencia amorosa de Dios, sabiendo que el deseo de este mundo pasa, y que solamente su reino perdura. Poner nuestro corazón en las cosas que duran es estar en paz con nosotros mismos.

«Dios es amor.» Por tanto, cada uno puede dirigirse a Él con la confianza de ser amado por Él.

El amor de Dios es un amor gratuito, que se adelanta a la espera y a la necesidad del hombre. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó.» Nos ha amado primero, ha tomado la iniciativa. Esta es la gran verdad que ilumina y explica todo lo que Dios ha realizado y realiza en la historia de la salvación.

Desde siempre, Dios ha pensado en nosotros y nos ha amado como personas únicas. A cada uno de nosotros nos conoce por nuestro nombre, como el Buen Pastor del Evangelio. Pero el proyecto de Dios sobre cada uno de nosotros se revela gradualmente, día tras día, en el corazón de la vida. Para descubrir la voluntad concreta del Señor sobre nuestra vida, hay que escuchar la Palabra de Dios, rezar, compartir nuestros interrogantes y nuestros descubrimientos con los otros, a fin de discernir los dones recibidos y hacerlos producir.

El amor de Dios hacia los hombres no conoce límites, no se detiene ante ninguna barrera de raza o de cultura: es universal, es para todos. Sólo pide disponibilidad y acogida; sólo exige un terreno humano para fecundar, hecho de conciencia honrada y de buena voluntad.

domingo, 23 de mayo de 2010

Pentecostés o la hora y era de la Iglesia



Por monseñor Carlos Osoro, arzobispo de Valencia

VALENCIA, sábado, 22 mayo 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor Carlos Osoro, arzobispo de Valencia, con el título "Pentecostés o la hora y era de la Iglesia".



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Nuestro tiempo necesita, más que nunca, la comunicación abierta de la buena noticia, con la misma frescura evangélica que se hizo después de Pentecostés ¡Qué día tan especial Pentecostés! En el mismo inicio de la historia de la Iglesia descubrimos que quienes el día de Pentecostés reciben el Espíritu Santo, están viviendo con toda hondura la experiencia de fidelidad de Dios que cumple su promesa, cuyo contenido se expresa con diversas palabras: koinonía, herencia, vida, justificación, Espíritu, Salvador, filiación bendición, libertad.

Para comprender la grandeza de Pentecostés me referiré brevemente a los profetas y al Concilio Vaticano II que nos iluminan. Y es que el Espíritu va unido al cumplimiento de una promesa para los tiempos finales. Algunos profetas ya habían hablado del Espíritu que Dios derramaría sobre toda carne, de cómo todo el pueblo sería lleno del conocimiento de Dios, que nadie necesitará enseñar a nadie y que todos serían profetas, porque el saber y el amor de Dios llenaría la tierra.

¡Con qué viveza suenan las palabras con las que el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés! Nos dice así: "Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés, a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que, de este modo, los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en su mismo Espíritu. Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna, por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo" (LG 4).

¡Qué maravilla ver la hora y la era de la Iglesia! Todo empezó con la venida del Espíritu Santo o, mejor, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María la madre del Señor. "Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos" (Hch 1, 14).

En este inicio del tercer milenio, en el que la humanidad está abierta a tantas cuestiones y sobre ella recaen tantas responsabilidades y tareas, en esta "hora y era de la Iglesia" quiero manifestar la vigencia y actualidad de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, pues a través de él ha habido unas manifestaciones claras del Espíritu Santo que han marcado direcciones y tareas fundamentales. Es verdad que ha sido un Concilio especialmente eclesiológico, y en el que el tema de la Iglesia ha ocupado el centro, pero su enseñanza es esencialmente pneumatológica, está impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo como alma de la Iglesia.

¡Cuántas cosas vienen a mi mente que expresan y manifiestan esta realidad! El Concilio, en sí mismo, ha sido una ratificación de la presencia del Espíritu Paráclito en la Iglesia. Esto nos hace comprender la gran importancia de todas las iniciativas que miran a la realización de su Magisterio, de su orientación pastoral y ecuménica. Desde aquí tenemos que valorar y considerar todas las Asambleas del Sínodo de los Obispos que han tratado de hacer que los frutos de la verdad y del amor sean un bien duradero del pueblo de Dios en su peregrinación, y también de todas las orientaciones a través de las Exhortaciones Apostólicas que nos marcan direcciones y tareas.

A poco que nos fijemos, desde luego que vemos cómo es el Espíritu el que guía a la Iglesia. Y también cómo tienen vigencia las palabras del Concilio: "La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia" (GS 1).

Urge comunicar a la humanidad la buena noticia de la salvación con el enérgico vigor del Espíritu Santo, tal y como el Señor ha querido. Y todo ello, porque es con esta fuerza con la que se elimina de la vida humana lo más horrible que le puede acontecer al hombre, aquello que decía San Agustín con tanta claridad: "amor de sí mismo hasta desprecio de Dios" (De Civitate Dei XIV, 28: CCL 48, p. 451).

Con la explosión de alegría del Espíritu Santo, todos los cristianos, sacerdotes, religiosos o laicos hemos de comunicar la buena noticia, para que el hombre vea en Dios la fuente de su liberación y la plenitud del bien, eliminando de raíz la propensión a ver en Dios ante todo una propia limitación.

Cuando hay intentos de desarraigar la experiencia de Dios, cuando la ideología de la muerte de Dios o del olvido de Dios amenaza al hombre, es necesario hacer memoria de lo que el Espíritu Santo nos recordaba en el Concilio Vaticano II: "La criatura sin el Creador se esfuma... Más aún, por el olvido de Dios, la propia criatura queda oscurecida" (GS 36). Y es que la ideología de la muerte de Dios o del olvido de Dios o de la marginación de Dios de toda relación con el hombre, en sus efectos demuestra que es a nivel teórico y práctico la ideología de la muerte del hombre.

¡Qué belleza tiene recordar lo que dice la Secuencia del Espíritu Santo!: "Sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada que sea bueno". Y es que es verdad que solamente el Espíritu Santo convence en lo referente al pecado y al mal, con el fin de instaurar el bien en el hombre y en el mundo para "renovar la faz de la tierra". El Espíritu Santo realiza la purificación de todo aquello que desfigura al hombre, de todo lo que está manchado y cura las heridas más profundas de la existencia humana, de tal manera que cambia lo árido y lo transforma en fértiles campos de gracia y santidad (cf. Secuencia "Veni, Sancte Spiritus").

La Iglesia cuando recuerda la fuerza de quien la guía asume el compromiso de purificar, enriquecer y activar la dimensión estrictamente religiosa y teologal, valorando la vida espiritual y sobrenatural porque sabe que es así como debe anunciar a su Señor. La Iglesia sabe que es preciso avivar y estimular con la fuerza del Espíritu Santo todo aquello que contribuya a enriquecer y personalizar más la fe de los cristianos. La Iglesia, con el impulso del Espíritu Santo, se empeña en cultivar todo aquello que contribuye a favorecer el arraigo y la aceptación de sus instituciones y de sus representantes. La Iglesia, con la pujanza del Espíritu Santo, intensifica la responsabilidad y la energía apostólica y multiplica las iniciativas evangelizadoras que ayuden a los hombres a encontrase con Jesucristo. La Iglesia por la fuerza del Espíritu Santo vive la comunión porque sabe que esto la hace creíble ante los hombres. Vivimos tiempos que nos proporcionan grandes ocasiones para demostrar nuestro amor a la Iglesia de Jesucristo que guía el Espíritu Santo.

domingo, 16 de mayo de 2010

La Ascensión del Señor

CRISTO ASCIENDE ENTRE ACLAMACIONES





“HABIENDO TOMADO NUESTRA CONDICIÓN HUMANA, LA ELEVÓ A LA DERECHA DE LA GLORIA DE DIOS” (Canon Romano)

"Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo os de espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a que os llama, cuál la riqueza de la gloria y cuál la riqueza del poder con el que resucitó y sentó a su derecha a Cristo" Efesios 1,37.

Quiero comenzar esta homilía con esta oración ardentísima de Pablo, porque sólo con la respuesta del Padre de la gloria a nuestro deseo de que nos ilumine, podremos rastrear un poco el gran misterio que celebramos.

Nuestros ojos que ven tantas cosas, nuestro corazón, que tan fácilmente queda prendido de lo terreno e insustancial, y nuestras preocupaciones y desvelos por los afanes temporales y cotidianos, apenas si dejan un resquicio por donde filtrar el rayo de la luminosidad del cielo. Nos ocurre, a los que vivimos en la ciudad, que perdemos la noción de la naturaleza, metidos en el asfalto y en la altura de los grandes edificios, y nos olvidamos de gozar de la contemplación de la belleza serena de una luna llena y espléndida en una noche cubierta con un manto de estrellas brillantes, o de una ladera verde y perfumada con el verde de los pinos y de los abetos y hayas, o del impoluto y embriagante azahar de los naranjales. Y si esto nos ocurre con las bellezas de la naturaleza, ¿qué será con las sobrenaturales inmarcesibles?. El mal del materialismo y del empirismo, en el cual vivimos sumergidos, es pensar que lo que no vemos y tocamos y no podemos comprobar no existe. Sólo la fe, que nos representa la acción del misterio de la presencia del espíritu en nuestras vidas, en el mundo y en la historia, puede devolvernos la alegría, el estímulo para practicar la virtud, aunque no sea ni conocida, ni agradecida ni recompensada aquí, y el coraje para enfrentarnos a todas las dificultades y pruebas, incluso la muerte.

Por eso en esta celebración, insistamos en la oración al Padre para que ilumine con las luces poderosas de su Espíritu, nuestra mente adormecida, nuestra sensibilidad espiritual embotada, para que quede maravillada ante el esplendor de Cristo resucitado que sube al cielo. Si el Señor nos concede lo que le estamos pidiendo, saldremos de esta liturgia llenos de alegría, con el espíritu renovado y con mayores ganas de trabajar y de testificar que Jesús es el Hijo de Dios, que aunque se ha ido al Padre, no ha dejado esta tierra, sino que está más presente que nunca, con una presencia invisible, pero real y eficaz, como nos lo ha prometido: "Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" Mateo 28,20. Durante cuarenta días se había aparecido a los discípulos repetidas veces después de su resurrección, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y hablándoles del reino de Dios y dándoles el poder de hacer los sacramentos para establecerlo en la tierra. Pero ellos, permanecían todavía aferrados a su mesianismo terreno ancestral y le preguntan si éste es el momento de la restauración de la soberanía de Israel.

Que me perdone Fray Luís de León, pero sólo puedo comprender su célebre Oda a la Ascensión, pensando que, probablemente la compuso después de haberle sido notificado su arresto, que motiva el tinte lúgubre de la subida al cielo del Señor: “¡Y dejas, Pastor santo / tu grey en este valle, hondo, oscuro, / con soledad y llanto, / y tú, rompiendo el puro / aire, te vas al inmortal seguro! / Los antes bien hadados, / y los agora tristes y afligidos, / a tus pechos criados, / de tí desposeídos, / a dó cenvertirán ya sus sentidos?”. Querido Fray Luís: Que Jesús sólo nos deja visiblemente. Ni ha dejado la tierra porque estuviera desengañado de nuestra infidelidad, ni porque se hubiera cansado de nuestra torpeza, sino porque su tiempo terreno se había cumplido, y porque ahora ha comenzado nuestro tiempo, el tiempo de la Iglesia, por eso Lucas nos relata las palabras pronunciadas por los dos hombres, con vestidos blancos de sobrenaturalidad, dirigidas a los apóstoles: "Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?" Hechos 1,1, como diciéndoles: "Manos a la obra, muchachos". El reino ya ha comenzado. Su germen está ya aquí en la tierra y su crecimiento y desarrollo depende de vuestra actividad. El reino está allí donde late una chispa de vida que el Espíritu de Jesús alienta y hace crecer a su ritmo. Jesús está con vosotros, pero vosotros habéis de estar con él. Trabajad y haced el trabajo bien hecho. Viajad, predicad, rezad, bautizad, dispuestos al sufrimiento y al sacrificio. A donde no lleguéis vosotros, dadle una llamada de teléfono, que, aunque no oigáis su voz, estad seguros de que él oye la vuestra y os responde sin palabras, y os dará la inspiración en el momento oportuno, la palabra suave y amable cuando os asalte la cólera, la paciencia para seguir atendiendo a ese enfermo, la fortaleza en el aciago momento de la tentación, el discernimiento, para decidiros por lo que vale, y la fortaleza para seguir cargando con vuestra cruz. Después estaréis contentos, gozaréis de la victoria sin acordaros del sudor de la lucha, y experimentaréis que, aún viviendo en la tierra, os participa ya los bienes del cielo.

¿Qué otra cosa, sino, va a hacer ahora, al partir el pan resucitado, que es su cuerpo glorioso, y al daros a beber su sangre derramada, que haceros partícipes de su cielo, que os ha comprado con su muerte cruel, humillante y amarga y con la resurrección con que el Padre le ha glorificado, sentándolo a su derecha?

Dios nos ha dado dos toques de atención en estos últimos tiempos: La declaración de Santa Teresa del Niño Jesús Doctora de la Iglesia y la Beatificación del Padre Pío da Pietrelcina. Desde el dolor, la vida interior, la vida escondida, monótona y el amor, se construye y crece el Reino, más que desde las grandes acciones y las construcciones gigantescas, que (por otra parte, también se dan por añadidura, como el gran hospital e iglesia de San Giovanni Rotondo o la Basílica de Lisieux). Quiero decir que la Providencia, en este mundo materialista y buscador del éxito rápido, que se contagia también a la comunidad cristiana, que olvida las pequeñas acciones. El Papa recuerda ahora una de las acciones en crisis por poco brillantes, en su último Motu Propio Misericordia Dei: "Los Ordinarios del lugar, así como los párrocos y los rectores de iglesias y santuarios, deben verificar periódicamente que se den de hecho las máximas facilidades posibles para la confesión de los fieles. En particular, se recomienda la presencia visible de los confesores en los lugares de culto durante los horarios previstos, la adecuación de estos horarios a la situación real de los penitentes y la especial disponibilidad para confesar antes de las Misas y también, para atender a las necesidades de los fieles, durante la celebración de la Santa Misa, si hay otros sacerdotes disponibles". Y, sobre todo, el cultivo del amor puro, porque no se ve, ni aparece en el curriculum preparado para recibir triunfos terrenos, nos presenta el modelo a seguir para que desde la raiz sana crezcan las ramas, y florezcan y den fruto sazonado y perfecto, tanto si los estigmas son místicos y visibles, como si no se ven, como los de Pablo: “Yo llevo sobre mi cuerpo las señales del Señor Jesús” (Gal 6,17). Como las espinas gloriosas de la virginidad, siembra enorme de fecundidad en la persona, que con generosidad absoluta y confianza total en el Esposo Inmaculado, inmola todo su ser desde la raíz al Dios Creador Todopoderoso, que puede hacer de las piedras hijos de Abraham: “Escucha, hija, mira y tiende tu oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre, y el rey amará tu belleza. Vestida de brocados es conducida al rey, con su corte de vírgenes. Avanzan con alborozo y júbilo y entran en el palacio real. A cambio de tus padres tendrás hijos, que reinarán sobre la faz de la tierra” (Salmo 46,11). Lo contrario será construir torres de Babel, que al final se derrumban, o plantar abetos arrancados como árboles de Navidad, a los que hay que adornar con bolas de colores para que parezcan algo, porque están muertos. Son sarmientos secos, separados de la vid, sin savia vital. Dios no necesita nuestras obras, porque “suyas son las cimas de los montes; suyo es el mar pues él mismo lo hizo, y la tierra que formaron sus manos” (Sal 94,5) los árboles del bosque y las bestias del campo; sino nuestro amor. Sólo el amor y la unión con Cristo, de los sarmientos con la vid, son fecundos: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseáis, y se realizará” (Jn 15,5).

En verdad, Cristo Cabeza de la Iglesia, nos lleva a nosotros, sus miembros, a donde está él, como nos lo había dicho: "Voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os lo prepare, volveré para llevaros conmigo; así, donde esté yo, estaréis también vosotros" (Jn 14,2).

Cantemos con alegría con el Salmo 46: "Dios asciende entre aclamaciones; pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo". No asciende al cielo astral. No es un viaje planetario el suyo, ni lo será el nuestro. Cuando yo tenía cinco años, el día de la Ascensión, estuve gran parte de la mañana mirando al cielo, esperando ver subir a Jesús. El cielo es Dios, el Banquete, la nueva Jerusalén, la ciudad de Dios, la plenitud total y la dicha sin fin.

Pidamos a Dios que nos conceda el deseo vivo de estar junto a Cristo.

sábado, 8 de mayo de 2010

Benedicto XVI: Los sacerdotes, “don para la Iglesia y para el mundo”

Hoy en la Audiencia General

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 5 de mayo de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la catequesis sobre el sacerdocio que el Papa Benedicto XVI dirigió hoy a los peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro para la Audiencia General.

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Queridos hermanos y hermanas,

el pasado domingo, en mi Visita Pastoral a Turín, tuve la alegría de permanecer en oración ante la Sábana Santa, uniéndome a los más de dos millones de peregrinos que durante la solemne exposición de estos días, han podido contemplarla. Ese sagrado lienzo puede nutrir y alimentar la fe y revigorizar la piedad cristiana, porque invita a dirigirse al Rostro de Cristo, al Cuerpo del Cristo crucificado y resucitado, a contemplar el misterio pascual, centro del mensaje cristiano. Del Cuerpo de Cristo resucitado, vivo y operante en la historia (cfr. Romanos 12, 5), nosotros, queridos hermanos y hermanas, somos miembros vivos, cada uno en nuestra propia función, es decir, con la tarea que el Señor ha querido confiarnos. Hoy, en esta catequesis, quisiera volver a las tareas específicas de los sacerdotes, que, según la tradición, son esencialmente tres: enseñar, santificar y gobernar. En una de las catequesis precedentes hablé sobre la primera de estas tres misiones: la enseñanza, el anuncio de la verdad, el anuncio del Dios revelado en Cristo, o - con otras palabras - la tarea profética de poner al hombre en contacto con la verdad, de ayudarle a conocer lo esencial de su vida, de la misma realidad.

Hoy quisiera detenerme brevemente con vosotros sobre la segunda tarea que tiene el sacerdote, la de santificar a los hombres, sobre todo mediante los sacramentos y el culto de la Iglesia. Debemos ante todo preguntarnos: ¿Qué quiere decir la palabra "santo"? La respuesta es: "santo" es la cualidad específica del ser de Dios, es decir, absoluta verdad, bondad, amor, belleza, luz pura. Santificar a una persona significa por tanto ponerla en contacto con Dios, con su ser luz, verdad, amor puro. Es obvio que este contacto transforma a la persona. En la antigüedad se daba esta firme convicción: Nadie puede ver a Dios sin morir en seguida. ¡Es demasiado grande la fuerza de la verdad y de la luz! Si el hombre toca esta corriente absoluta, no sobrevive. Por otra parte, se daba también esta convicción: sin un contacto mínimo con Dios, el hombre no puede vivir. La verdad, la bondad, el amor son condiciones fundamentales de su ser. La cuestión es: ¿cómo puede encontrar el hombre ese contacto con Dios, que es fundamental, sin morir sobrepasado por la grandeza del ser divino? La fe de la Iglesia nos dice que Dios mismo crea este contacto, que nos transforma poco a poco en verdaderas imágenes de Dios.

Así volvemos de nuevo a la tarea del sacerdote de "santificar". Ningún hombre por sí mismo, a partir de sus propias fuerzas, puede poner a otro en contacto con Dios. Parte esencial de la gracia del sacerdocio es el don, la tarea de crear este contacto. Esto se realiza en el anuncio de la palabra de Dios, que nos sale al encuentro. Se realiza de una forma particularmente densa en los sacramentos. La inmersión en el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo sucede en el Bautismo, se refuerza en la Confirmación y en la Reconciliación, se alimenta en la Eucaristía, Sacramento que edifica a la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo (Cf.. Juan Pablo II, exhortación apostólica Pastores gregis, n. 32). Es por tanto Cristo mismo quien nos hace santos, es decir, quien nos atrae a la esfera de Dios. Pero como acto de su infinita misericordia llama a algunos a "estar" con Él (cfr. Marcos 3, 14) y a convertirse, mediante el Sacramento del Orden, a pesar de la pobreza humana, en partícipes de su mismo Sacerdocio, ministros de esta santificación, dispensadores de sus misterios, "puentes" del encuentro con Él, de su mediación entre Dios y los hombres y entre los hombres y Dios (cfr. Presbyterorum Ordinis, 5).

En las últimas décadas, se han dado tendencias que buscaban hacer prevalecer, en la identidad y en la misión del sacerdote, la dimensión del anuncio, separándola de la de santificación: a menudo se ha afirmado que sería necesario superar una pastoral meramente sacramental. ¿Pero es posible ejercer auténticamente el ministerio sacerdotal "superando" la pastoral sacramental? ¿Qué significa precisamente para los sacerdotes evangelizar, en qué consiste la llamada primacía del anuncio? Como recogen los Evangelios, Jesús afirma que el anuncio del Reino de Dios es el objetivo de su misión; este anuncio, sin embargo, no es sólo un "discurso", sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que coincide al final con su misma persona, con el don de sí, como hemos escuchado hoy en la lectura del Evangelio. Y lo mismo se puede decir del ministro ordenado: él, el sacerdote, representa a Cristo, el enviado del Padre, continúa su misión, mediante la "palabra" y el "sacramento", en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y de palabra, san Agustín, en una carta al obispo Honorato de Thiabe, refiriéndose a los sacerdotes, afirma: "Hagan por tanto los siervos de Cristo, los ministros de Su palabra y de Su sacramento, lo que él mandó o permitió" (Epístola 228, 2). Es necesario reflexionar si, en algunos casos, haber minusvalorado el ejercicio fiel del munus sanctificandi, no ha representado quizás un debilitamiento de la misma fe en la eficacia salvífica de los sacramentos y, en definitiva, en el actuar actual de Cristo y de su Espíritu, a través de la Iglesia, en el mundo.

¿Quién, por tanto, salva al mundo y al hombre? La única respuesta que podemos dar es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. ¿Y dónde se realiza el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, que trae la salvación? En la acción de Cristo mediante la Iglesia, en particular en el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial redentora del Hijo de Dios, en el sacramento de la Reconciliación, en el que de la muerte del pecado se vuelve a la vida nueva, y en todo otro acto sacramental de santificación (cfr. Presbyterorum Ordinis, 5). Es importante, por tanto, promover una catequesis adecuada para ayudar a los fieles a comprender el valor de los sacramentos, pero es también necesario, a ejemplo del santo cura de Ars, ser disponibles, generosos y atentos en dar a los fieles los tesoros de la gracia que Dios ha puesto en nuestras manos, y de los cuales no somos "dueños", sino custodios y administradores. Sobre todo en este tiempo nuestro, en el que, por un lado, parece que la fe se está debilitando y, por otro, surgen una profunda necesidad y una difundida búsqueda de la espiritualidad, es necesario que cada sacerdote recuerde que en su misión, el anuncio misionero y el culto y los sacramentos nunca van separados, y promueva una sana pastoral sacramental, para formar al Pueblo de Dios y ayudarle a vivir en plenitud la Liturgia, el culto de la Iglesia, los Sacramentos como dones gratuitos de Dios, actos libres y eficaces de su acción salvadora.

Como recordaba en la santa Misa Crismal de este año: "el centro del culto de la Iglesia es el sacramento. Sacramento significa que en primer lugar no somos nosotros los hombres los que hacemos algo, sino que Dios nos sale al encuentro con su acción, nos mira y nos conduce hacia Sí. (...) Dios nos toca por medio de realidades materiales (...) que Él asume a su servicio, haciendo de ellos instrumentos de encuentro entre nosotros y Él mismo" (Misa Crismal, 1 de abril de 2010). La verdad según la cual en el Sacramento "no somos nosotros los hombres los que hacemos algo" afecta, y debe afectar, también a la conciencia sacerdotal: cada presbítero sabe bien que es un instrumento necesario de la actuación salvífica de Dios, pero sin dejar de ser un instrumento. Esta conciencia debe hacer humildes y generosos en la administración de los sacramentos, en el respeto de las normas canónicas, pero también en la convicción profunda de que la propia misión es la de hacer que todos los hombres, unidos a Cristo, puedan ofrecerse a Dios como hostia viva y santa agradable a Él (cfr. Romanos 12, 1). Ejemplar, sobre la primacía del munus sanctificandi y de la correcta interpretación de la pastoral sacramental, sigue siendo san Juan María Vianney, el cual, un día, frente a un hombre que decía no tener fe y deseaba discutir con él, el párroco respondió: "¡Oh! Amigo mío, os conducís muy mal, yo no sé razonar... pero si tenéis necesidad de algún consuelo, poneos allí (su dedo indicaba el inexorable escabel del confesionario) y creedme, que muchos otros se pusieron en él antes que vos, y no tuvieron que arrepentirse" (cfr. Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. i, Turín 1870, pp. 163-164).

Queridos sacerdotes, vivid con alegría y con amor la Liturgia y el culto: es acción que el Resucitado realiza por el poder del Espíritu Santo en nosotros, con nosotros y por nosotros. Quisiera renovar la invitación recientemente hecha de "volver al confesionario, como lugar en el que 'habitar' más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la Misericordia Divina, junto a la Presencia real en la Eucaristía" (Discurso a la Penitenciaría Apostólica, 11 de marzo de 2010). Y quisiera también invitar a cada sacerdote a celebrar y vivir con intensidad la Eucaristía, que está en el corazón de la tarea de santificar; es Jesús que quiere estar con nosotros, vivir en nosotros, donársenos él mismo, mostrarnos la infinita misericordia y ternura de Dios; es el único Sacrificio de amor de Cristo que se hace presente, se realiza entre nosotros y llega hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios, abraza a la humanidad y nos une a Él (cfr. Discurso al Clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Y el sacerdote está llamado a ser ministro de este gran Misterio, en el Sacramento y en la vida. Si "la gran tradición eclesial ha desvinculado con razón la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote, y así las legítimas expectativas de los fieles son adecuadamente salvaguardadas", esto no quita nada a la "necesaria, incluso indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe habitar en todo corazón auténticamente sacerdotal": hay también un ejemplo de fe y de testimonio de santidad que el Pueblo de Dios espera justamente de sus Pastores (cfr. Benedicto XVI, Discurso a la Plenaria de la Congregación para el Clero, 16 de marzo de 2009). Y es en la celebración de los Santos Misterios donde el sacerdote encuentra la raíz de su santificación (cfr. Presbyterorum Ordinis, 12-13).

Queridos amigos, sed conscientes del gran don que los sacerdotes son para la Iglesia y para el mundo; a través de su ministerio, el Señor sigue salvando a los hombres, a hacerse presente, a santificar. Sabed agradecer a Dios, y sobre todo sed cercanos a vuestros sacerdotes con la oración y con el apoyo, especialmente en las dificultades, para que sean cada vez más Pastores según el corazón de Dios. Gracias.

[En español dijo]

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España, República Dominicana, Costa Rica, Argentina, México, Ecuador y otros países latinoamericanos. Invito a todos a acompañar con vuestra plegaria y afecto a los sacerdotes, por medio de los cuales Cristo se hace verdaderamente presente y nos salva. Muchas gracias.

[En inglés dijo]

Envío cordiales saludos a todos aquellos que participarán en el Congreso sobre la Familia en Jönköping, en Suecia, que se celebrará este mes. Vuestro mensaje al mundo es verdaderamente un mensaje de alegría, porque el don que nos ha hecho Dios del matrimonio y de la vida familiar nos permite experimentar un poco del amor infinito que une a las tres personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los seres humanos son creados a imagen y semejanza de Dios, son creados para el amor, y ciertamente en lo profundo de nuestro ser deseamos amar y ser amados a nuestra vez. Sólo el amor de Dios puede satisfacer plenamente nuestras necesidades más profundas y, más aún, a través del amor entre marido y mujer, del amor entre padres e hijos, el amor entre hermanos, se nos ofrece una anticipación del amor sin barreras que nos espera en la vida que vendrá. El matrimonio es verdaderamente un instrumento de salvación, no sólo para las personas casadas, sino para toda la sociedad. Como todo objetivo que vale verdaderamente la pena perseguir, comporta exigencias, nos desafía, nos pide estar dispuestos a sacrificar nuestros intereses por el bien del otro. Nos pide ejercer la tolerancia y ofrecer el perdón. Nos invita a nutrir y a proteger el don de la nueva vida. Aquellos entre nosotros que son lo suficiente afortunados de nacer en una familia estable descubren en esta misma primera y más importante escuela para una vida virtuosa, y las cualidades para ser buenos ciudadanos. Os animo a todos en vuestros esfuerzos por promover la adecuada comprensión y el aprecio del bien inestimable que el matrimonio y la vida familiar ofrecen a la sociedad humana. ¡Que Dios os bendiga a todos!]

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]

sábado, 1 de mayo de 2010

Benedicto XVI: “La caridad, legado de Cristo a la Iglesia”


Discurso a los obispos de Gambia, Liberia y Sierra Leona


CIUDAD DEL VATICANO, jueves 29 de abril de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió hoy a los obispos de Gambia, Liberia y Sierra Leona, a quienes recibió con motivo de su visita ad Limina Apostolorum.

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Queridos hermanos obispos,

Me complace daros la bienvenida, obispos de Liberia, Gambia y Sierra Leona en vuestra visita ad Limina a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo. Estoy muy agradecido por los sentimientos de comunión y afecto expresados por monseñor Koroma en vuestro nombre, y os pido que transmitáis mi afectuoso saludo y aliento a vuestro amado pueblo, en su lucha por llevar una vida digna de su vocación (cf. Ef 4, 1).

La Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos ha sido una rica experiencia de comunión y una ocasión providencial para la renovación de vuestro propio ministerio episcopal, reflexionando sobre su tarea esencial, a saber, "ayudar al Pueblo de Dios a que corresponda a la Revelación con la obediencia de la fe (cf. Rm 1, 5) y abrace íntegramente la enseñanza de Cristo" (Pastores gregis, 31). Tengo el placer de ver, en vuestros informes quinquenales que, si bien os dedicáis a la administración de vuestras diócesis, personalmente os esforzáis por predicar el Evangelio en las confirmaciones, en las visitas a las parroquias, al reuniros con grupos de sacerdotes, religiosos y laicos, y en vuestras cartas pastorales. A través de vuestra enseñanza, el Señor preserva a vuestros pueblos del mal, la ignorancia y la superstición, y los transforma en hijos de su Reino. Esforzaos por construir comunidades activas y expansivas de hombres y mujeres fuertes en la fe, contemplativos y gozosos en la liturgia, y bien instruidos sobre "cómo vivir de la manera que agrada a Dios" (1 Tes 4,1). En un entorno marcado por el divorcio y la poligamia, promoved la unidad y el bienestar de la familia cristiana construida en el sacramento del matrimonio. Las iniciativas y asociaciones dedicadas a la santificación de esta comunidad básica merecen vuestro apoyo. Seguid defendiendo la dignidad de la mujer en el contexto de los derechos humanos y defended a vuestro pueblo contra los intentos de introducir una mentalidad antinatalista disfrazada como una forma de progreso cultural (cf. Caritas in Veritate, 28). Vuestra misión también requiere que prestéis atención al discernimiento y preparación adecuados de las vocaciones y a la formación permanente de los sacerdotes, que son vuestros más cercanos colaboradores en la tarea de la evangelización. Seguid conduciéndolos, con la palabra y el ejemplo, a ser hombres de oración, altos y claros en su enseñanza, maduros y respetuosos en su trato con los demás, fieles a sus compromisos espirituales y fuertes en la compasión hacia todos los necesitados. Del mismo modo, no dudéis en invitar a misioneros de otros países para que ayuden a la buena labor realizada por vuestro clero, religiosos y catequistas.

En vuestros países, la Iglesia es muy apreciada por su contribución al bien de la sociedad, especialmente en la educación, el desarrollo y el cuidado de la salud, que se ofrece a todos sin distinción. Este reconocimiento habla bien de la vitalidad de vuestra caridad cristiana, que es el legado divino dado a la Iglesia Universal por su fundador (cf. Caritas in Veritate, 27). Agradezco de manera especial la ayuda que ofrecéis a los refugiados y los inmigrantes y os animo a buscar, cuando sea posible, la cooperación pastoral de sus países de origen. La lucha contra la pobreza debe llevarse a cabo con respeto a la dignidad de todos los interesados, alentándolos a ser protagonistas de su propio desarrollo integral. Mucho bien puede hacerse a través de compromisos de la comunidad a pequeña escala y de las iniciativas microeconómicas al servicio de las familias. En el desarrollo y el mantenimiento de dichas estrategias, mejorar la educación siempre será un factor decisivo. Por lo tanto os animo a que continuéis con los programas escolares que preparan y motivan a las nuevas generaciones a convertirse en ciudadanos responsables, activos socialmente por el bien de su comunidad y su país. Animáis con razón a las personas en posiciones de autoridad a que dirijan la lucha contra la corrupción, llamando la atención sobre la gravedad y la injusticia de tales pecados. En este sentido, la formación espiritual y moral de los laicos, hombres y mujeres, para el liderazgo, a través de cursos de especialización en doctrina social católica, es una importante contribución al bien común.

Encomiendo a vuestra atención el gran don que es la paz. Rezo para que el proceso de reconciliación en la justicia y la verdad, que usted han apoyado justamente en la región, pueda producir el respeto duradero de los derechos humanos que Dios ha dado, y se contrarresten las tendencias a las represalias y la venganza. En vuestro servicio a la paz, seguid promoviendo el diálogo con otras religiones, especialmente con el Islam, con el fin de mantener las buenas relaciones existentes y prevenir toda forma de intolerancia, injusticia u opresión, en detrimento de la promoción de la confianza mutua. Trabajar juntos en la defensa de la vida y en la lucha contra las enfermedades y la malnutrición no dejará de generar una mayor comprensión, respeto y aceptación. Por encima de todo, un clima de diálogo y comunión debe caracterizar a la Iglesia local. Con vuestro propio ejemplo, dirigid a vuestros sacerdotes, religiosos y fieles laicos a crecer en la comprensión y la cooperación, en la escucha de sí y en el intercambio de iniciativas. La Iglesia como signo e instrumento de la única familia de Dios tiene que dar un testimonio claro del amor de Jesús, nuestro Señor y Salvador, que se extiende más allá de las fronteras étnicas y abarca a todos los hombres y las mujeres.

Queridos Hermanos en el Episcopado, ya sé que encontráis inspiración y aliento en las palabras de Cristo resucitado a sus apóstoles: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20:21). En vuestro regreso a casa para continuar con vuestra misión como sucesores de los Apóstoles, por favor, transmitid mis afectuosos y fervientes augurios a vuestros sacerdotes, religiosos, catequistas y a todo vuestro amado pueblo. A cada uno de vosotros, y a los que están bajo vuestro cuidado pastoral, imparto de corazón mi bendición apostólica.

[Traducción del inglés por Inma Álvarez]