sábado, 27 de febrero de 2010

Como María, escuchar a Dios en el "nosotros" de la Iglesia, pide el Papa Benedicto XVI

VATICANO, 27 Feb. 10 / 07:14 am (ACI)




Al finalizar los ejercicios espirituales en los que participó junto a los cardenales de la Curia Vaticana, el Papa Benedicto XVI resaltó la necesidad de escuchar a Dios en el "nosotros" de la Iglesia, "en la comunión de los santos", siguiendo el ejemplo de la Virgen María que oyó el llamado de Dios de esa forma y fue dócil al plan que el Señor tenía para ella.

En sus palabras en la Capilla Redemptoris Mater al finalizar los ejercicios espirituales esta mañana, predicados por el sacerdote salesiano Enrico dal Covolo, sobre el tema "Lecciones de Dios y de la Iglesia sobre la vocación sacerdotal", el Santo Padre resaltó que este presbítero escogió como punto de llegada "la oración de Salomón para tener un ‘corazón que escucha’".

Benedicto XVI indicó luego, a partir de esta afirmación, que "el hombre no es perfecto en sí, el hombre necesita de la relación, es un ser en relación" y por ello "necesita escuchar, escuchar al otro, especialmente al Otro con mayúscula, a Dios. Solo así se conoce a sí mismo, solo sí llega a ser él mismo".

"Desde mi lugar (en la capilla) siempre he visto a la Madre del Redentor, la Sedes Sapientiae, el trono viviente de la sabiduría, con la Sabiduría encarnada en el vientre. Y como hemos visto, San Lucas presenta a María como mujer de corazón en escucha, que está inmersa en la Palabra de Dios, la medita, la recibe y la conserva, la custodia en su corazón".

Benedicto XVI resaltó luego que "los padres de la Iglesia dicen que en el momento de la concepción del Verbo eterno en el vientre de la Virgen el Espíritu Santo entró en María a través del oído. En la escucha ha concebido a la Palabra eterna, ha dado su carne a esta Palabra. Y así nos dice qué significa tener un corazón en escucha. María está aquí circundada por los padres y madres de la Iglesia, por la comunión de los santos. Y así vemos y hemos entendido en estos días (de retiro) que en el yo aislado no podemos escuchar realmente la Palabra: solo en el nosotros de la Iglesia, en el nosotros de la comunión de los santos".

Seguidamente destacó que el P. dal Covolo "ha dado voz a cinco figuras ejemplares del sacerdocio, comenzando por Ignacio de Antioquía hasta el querido y venerable Papa Juan Pablo II. Así hemos percibido realmente qué cosa quiere decir ser sacerdotes, ser siempre cada vez más sacerdotes".

Finalmente el Papa Benedicto señaló que el sacerdote salesiano "subrayó que la consagración se orienta a la misión, está destinada a convertirse en misión. En estos días hemos profundizado con la ayuda de Dios en nuestra consagración. Así, con nuevo coraje, queremos ahora afrontar nuestra misión. Que el Señor nos ayude. Gracias a usted por su ayuda, Padre Enrico".

sábado, 20 de febrero de 2010

Benedicto XVI: Vivir la “cuaresma” de Jesús en el desierto

Homilía en la Misa de la Ceniza


ROMA, jueves 18 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada ayer por el Papa durante la celebración de la Misa de imposición de la Ceniza, en la basílica de Santa Sabina en el Aventino.


*******



"Tu amas a todas las criaturas, Señor,

y no desprecias nada de cuanto has hecho;

tu olvidas los pecados de cuantos se convierten y los perdonas,

porque tu eres el Señor Dios nuestro” (Antífona de entrada).



Venerados hermanos en el Episcopado,

queridos hermanos y hermanas

Con esta conmovedora invocación, tomada del Libro de la Sabiduría (cfr 11,23-26), la liturgia introduce la celebración eucarística del Miércoles de Ceniza. Son palabras que, de algún modo, abren todo el itinerario cuaresmal, poniendo en su fundamento la omnipotencia del amor de Dios, su absoluto señorío sobre toda criatura, que se traduce en indulgencia infinita, animada por una constante y universal voluntad de vida. En efecto, perdonar a alguien equivale a decirle: no quiero que mueras, son que vivas; quiero siempre y solo tu bien.

Esta absoluta certeza sostuvo a Jesús durante los cuarenta días transcurridos en el desierto de Judea, tras el bautismo recibido de Juan en el Jordán. Ese largo tiempo de silencio y de ayuno fue para Él un abandonarse completamente al Padre y a su designio de amor; fue un “bautismo”, es decir, una “inmersión” en su voluntad, y en este sentido, un anticipo de la Pasión y de la Cruz. Adentrarse en el desierto y permanecer mucho tiempo, solo, significaba exponerse voluntariamente a los asaltos del enemigo, el tentador que hizo caer a Adán y por cuya envidia entró la muerte en el mundo (cfr Sb 2,24); significaba entablar con él una batalla a campo abierto, desafiarlo sin otras armas que la confianza sin límites en el amor omnipotente del Padre. Me basta tu amor, me alimento de tu voluntad (cfr Jn 4,34): esta convicción habitaba la mente y el corazón de Jesús durante esa “cuaresma” suya. No fue un acto de orgullo, una empresa titánica, sino una decisión de humildad, coherente con la Encarnación y el bautismo en el Jordán, en la misma línea de obediencia al amor misericordioso del Padre, que "tanto amó al mundo que le entregó a su Hijo unigénito" (Jn 3,16).

Todo esto el Señor Jesús lo hizo por nosotros. Lo hizo para salvarnos, y al mismo tiempo para mostrarnos el camino para seguirle. La salvación, de hecho, es don, es gracia de Dios, pero para tener efecto en mi existencia requiere mi consentimiento, una acogida demostrada en los hechos, es decir, en la voluntad de vivir como Jesñus, de caminar tras Él. Seguir a Jesús en el desierto cuaresmal es por tanto condición necesaria para participar en su Pascua, en su “éxodo”. Adán fue expulsado del Paraíso terrestre, símbolo de la comunión con Dios; ahora, para volver a esta comunión y por tanto a la vida verdadera, es necesario atravesar el desierto, la prueba de la fe. ¡No solos, sino con Jesús! Él – como siempre – nos ha precedido y ha vencido ya el combate contra el espíritu del mal. Este es el sentido de la Cuaresma, tiempo litúrgico que cada año nos invita a renovar la elección de seguir a Cristo por el camino de la humildad para participar en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte.

En esta perspectiva se comprende también el signo penitencial de las Cenizas, que son impuestas sobre la cabeza de cuantos inician con buena voluntad el itinerario cuaresmal. Es esencialmente un gesto de humildad, que significa: me reconozco por lo que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero también hecha a imagen de Dios y destinada a Él. Polvo, sí, pero amado, plasmado por su amor, animado por su soplo vital, capaz de reconocer su voz y de responderle; libre y, por esto, capaz también de desobedecerle, cediendo a la tentación del orgullo y de la autosuficiencia. Esto es el pecado, enfermedad mortal entrada bien pronto a contaminar la tierra bendita que es el ser humano. Creado a imagen del Santo y del Justo, el hombre perdió su propia inocencia y ahora puede volver a ser justo solo gracias a la justicia de Dios, la justicia del amor que – como escribe san Pablo - “se manifestó por medio de la fe en Cristo” (Rm 3,22). De estas palabras del Apóstol tomé la inspiración para mi Mensaje, dirigido a todos los fieles con ocasión de esta Cuaresma: una reflexión sobre el tema de la justicia a la luz de las Sagradas Escrituras y de su cumplimiento en Cristo.

También en las lecturas bíblicas del Miércoles de Ceniza está bien presente el tema de la justicia. Ante todo, la página del profeta Joel y el Salmo responsorial – el Miserere – forman un díptico penitencial, que pone de manifiesto cómo en el origen de toda injusticia material y social está la que la Biblia llama “iniquidad”, es decir, el pecado, que consiste fundamentalmente en una desobediencia a Dios, es decir, una falta de amor. "Pues mi delito yo lo reconozco, / mi pecado sin cesar está ante mí; / contra ti, contra ti solo he pecado, / lo malo a tus ojos cometí” (Sal 50/51,5-6). El primer acto de justicia es por tanto reconocer la propia iniquidad, es reconocer que está arraigada en el “corazón”, en el centro mismo de la persona humana. Los “ayunos”, los “llantos”, los “lamentos” (cfr Jl 2,12) y toda expresión penitencial tienen valor a los ojos de Dios sólo si son el signo de corazones verdaderamente arrepentidos. También el Evangelio, tomado del “sermón de la montaña”, insiste en la exigencia de practicar la propia “justicia” - limosna, oración, ayuno – no ante los hombres sino solo a los ojos de Dios, que “ve en lo secreto” (cfr Mt 6,1-6.16-18). La verdadera "recompensa" no es la admiración de los demás, sino la amistad con Dios y la gracia que deriva de ella, una gracia que da fuerza para cumplir el bien, para amar también a quien no lo merece, de perdonar a quien nos ha ofendido.

La segunda lectura, el llamamiento de Pablo a dejarnos reconciliar con Dios (cfr 2 Cor 5,20), contiene una de las célebres paradojas paulinas, que reconduce toda la reflexión sobre la justicia al misterio de Cristo. Escribe san Pablo: "A quien no conoció pecado – es decir, a su Hijo hecho hombre – le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21). En el corazón de Cristo, es decir, en el centro de su Persona divino-humana, se jugó en términos decisivos y definitivos todo el drama de la libertad. Dios llevó a las consecuencias extremas su propio designio de salvación, permaneciendo fiel a su amor aun a costa de entregar a su Hijo unigénito a la muerte, y a la muerte de cruz. Como he escrito en el Mensaje cuaresmal, "aquí se revela la justicia divina, profundamente diversa de la humana… Gracias a la acción de Cristo, podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cfr Rm 13,8-10)".

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma alarga nuestro horizonte, nos orienta hacia la vida eterna. En esta tierra estamos en peregrinación, “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro”, dice la Carta a los Hebreos (Hb 13,14). La Cuaresma da a entender la relatividad de los bienes de esta tierra y así nos hace capaces de las renuncias necesarias, libres para hacer el bien. Abramos la tierra a la luz del cielo, a la presencia de Dios en medio de nosotros. Amén.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

sábado, 13 de febrero de 2010

El secreto de la alegría en el sufrimiento, revela el Papa

En la XVIII Jornada Mundial del Enfermo




CIUDAD DEL VATICANO, jueves 11 de febrero de 2010 (ZENIT.org).-

Benedicto XVI desveló el secreto de la alegría en el sufrimiento este jueves, en la homilía que pronunció en la Basílica vaticana en la Misa en la memoria de la Virgen de Lourdes, XVIII Jornada Mundial del Enfermo.

Para ello, se refirió a la “maternidad de la Iglesia”, que refleja el “amor atento de Dios” al acompañar y consolar a los que sufren.

Es “una maternidad que habla sin palabras, que suscita en los corazones el consuelo, una alegría íntima, una alegría que de manera paradójica convive con el dolor, con el sufrimiento”, explicó.

Y entonces preguntó: “El sufrimiento aceptado y ofrecido, el compartir sincero y gratuito, ¿no son quizás milagros del amor?”.

El Papa destacó “el valor de afrontar los males desarmados -como Judit–, con la única fuerza de la fe y la esperanza en el Señor”.

Y señaló: “Por todo esto vivimos una alegría que no olvida el sufrimiento, al contrario, lo incluye”.

“De esta forma los enfermos y todos los que sufren son en la Iglesia no sólo destinatarios de atención y cuidados, sino aún antes y sobre todo, protagonistas de la peregrinación de la fe y de la esperanza, testigos de los prodigios del amor, de la alegría pascual que florece de la Cruz y de la Resurrección de Cristo”, desveló.

Y añadió: “Quien permanece mucho tiempo cerca de las personas que sufren, conoce la angustia y las lágrimas, pero también el milagro de la alegría, fruto del amor”.

El realismo de la esperanza

En referencia a la esperanza, Benedicto XVI señaló cómo el pasaje de la Carta de Santiago proclamado en la celebración de este día “invita a esperar con constancia la venida ya próxima del Señor”.

Para el Pontífice, ello “refleja la acción de Jesús, que curando a los enfermos mostraba la cercanía del Reino de Dios”.

Así, “la enfermedad es vista en la perspectiva de los últimos tiempos, con el realismo de la esperanza típica del cristianismo”, explicó.

A continuación, recordó la lectura que señala: “¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados”.

El Papa destacó cómo este pasaje bíblico muestra la prolongación de Cristo en su Iglesia: “Es siempre Él quien actúa, mediante los presbíteros; es su mismo Espíritu que opera mediante el signo sacramental del óleo; es al Él a quien se dirige la fe, expresada en la oración”, dijo.

“De este texto, que contiene el fundamento y la praxis del sacramento de la Unción de enfermos, se extrae al mismo tiempo una visión de la función de los enfermos en la Iglesia -añadió-. Un papel activo al “provocar”, por así decirlo, la oración hecha con fe”.

Sacerdotes y enfermos

El fragmento también le sirvió para destacar, en este Año Sacerdotal, “el vínculo entre enfermos y sacerdotes, una especie de alianza, de “complicidad” evangélica”.

“Ambos tienen una tarea: el enfermo debe “llamar” a los presbíteros, y éstos deben responder, para atraer sobre la experiencia de la enfermedad la presencia y la acción del Resucitado y de su Espíritu”, explicó.

Y continuó: “Y aquí podemos ver toda la importancia de la pastoral de los enfermos, cuyo valor es verdaderamente incalculable, por el bien inmenso que hace en primer lugar al enfermo y al mismo sacerdote, pero también a los familiares, a los conocidos, a la comunidad y, a través de vías ocultas y desconocidas, a toda la Iglesia y al mundo”.

Benedicto XVI continuó indicando que “cuando la Palabra de Dios habla de curación, de salvación, de salud del enfermo, entiende estos conceptos en sentido íntegro, no separando nunca alma y cuerpo”.

“Un enfermo curado por la oración de Cristo, mediante la Iglesia, es una alegría en la tierra y en el cielo, es una primicia de la vida eterna”, dijo.

Para el Obispo de Roma, las curaciones que realiza Jesús, junto con el anuncio de la Palabra, son “signo por excelencia de la cercanía del Reino de Dios”.

La Iglesia y los enfermos

Este jueves, día en que se celebra el 25 aniversario de la fundación del Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud, el Papa destacó también su sentido y dirigió palabras de agradecimiento a todos los que han trabajado en él.

“Instituyendo un dicasterio dedicado a la pastoral sanitaria, la Santa Sede ha querido ofrecer su propia contribución también para promover un mundo capaz de acoger y de cuidar a los enfermos como personas”, dijo.

“Ha querido, de hecho, ayudarles a vivir la experiencia de la enfermedad de modo humano, sin renegar de ella, sino ofreciéndole un sentido”, continuó.

Y añadió: “ Dios, de hecho, quiere curar a todo el hombre, y en el Evangelio la curación del cuerpo es signo de la curación más profunda que es la remisión de los pecados”.

El Papa recordó que la Iglesia siempre ha mostrado una especial solicitud por los que sufren y destacó que “de ello dan testimonio las miles de personas que se dirigen a los santuarios marianos para invocar a la Madre de Cristo, y encuentran fuerza y alivio”.

Habló de la Virgen, concretamente de la visita a su prima Isabel, afirmando que “en el apoyo ofrecido por María a esta pariente que vive, en edad avanzada, una situación delicada como el embarazo, vemos prefigurada toda la acción de la Iglesia en apoyo de la vida necesitada de cuidados”.

Y también se refirió a “tantos santos y santas de la caridad”, en particular “los que consumieron su vida entre los enfermos y los que sufren, como Camilo de Lellis y Juan de Dios, Damián de Veuster y Benito Menni”.

El sentido profundo del sufrimiento

El Pontífice concluyó su homilía con unas palabras de la carta apostólica de Juan Pablo II Salvifici doloris: “Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer el bien con el sufrimiento y a hacer el bien a quien sufre”. Según Benedicto XVI, “en este doble aspecto, él reveló profundamente el sentido del sufrimiento”.

En la Misa de este jueves, precedida por la llegada a la Basílica de la reliquia de santa Bernadette Soubirous, participaron, entre muchos otros, peregrinos y enfermos de UNITALSI, una asociación italiana dedicada a llevar enfermos a Lourdes.

Ellos concluirán esta tarde las celebraciones de la Jornada del Enfermo con una procesión desde el Castillo de Sant Angelo hasta la Plaza de San Pedro, por la Vía de la Conciliación.

Está previsto que sobre las 17,30 h, el Papa salga a la ventana de su Estudio privado para bendecir a los fieles y a los enfermos congregados en la Plaza de San Pedro.

Por Patricia Navas

domingo, 7 de febrero de 2010

Mensaje del Papa para la Cuaresma de 2010

La justicia divina, salvación para el hombre



CIUDAD DEL VATICANO, jueves 4 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el Mensaje del Papa para la Cuaresma de este año, con el título "La justicia de Dios se ha manifestado por medio de la fe en Cristo" (Rm 3, 21-22), que ha sido dado a conocer hoy en rueda de prensa.

******

Queridos hermanos y hermanas:

Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo (cf. Rm 3,21-22).

Justicia: "dare cuique suum"

Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra "justicia", que en el lenguaje común implica "dar a cada uno lo suyo" - "dare cuique suum", según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste "lo suyo" que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia "distributiva" no proporciona al ser humano todo "lo suyo" que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si "la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios" (De Civitate Dei, XIX, 21).

¿De dónde viene la injusticia?

El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se sitúan en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro: "Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre... Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas" (Mc 7,15. 20-21). Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en la reacción de los fariseos una tentación permanente del hombre: la de identificar el origen del mal en una causa exterior. Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado que la injusticia viene "de fuera", para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar ­advierte Jesús­ es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: "Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre" (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?

Justicia y Sedaqad

En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en el Dios que "levanta del polvo al desvalido" (Sal 113,7) y la justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra que en hebreo indica la virtud de la justicia: sedaqad,. En efecto, sedaqad significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de Israel; por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en especial con el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19). Pero los dos significados están relacionados, porque dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria de su pueblo, lo que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley a Moisés, en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en "escuchar el clamor" de su pueblo y "ha bajado para librarle de la mano de los egipcios" (cf. Ex 3,8). Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9), el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18). Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un "éxodo" más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?

Cristo, justicia de Dios

El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: "Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado... por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).

¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la "propiciación" tenga lugar en la "sangre" de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la "maldición" que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la "bendición" que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Cada uno no recibe de este modo lo contrario de "lo suyo"? En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.

Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo "mío", para darme gratuitamente lo "suyo". Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia "más grande", que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.

Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 30 de octubre de 2009