Fuente: Yo Influyo
Autor: Ana Teresa López de Llergo
En alguna ocasión, a propósito de una clase de antropología impartida a profesores, surgió la pregunta ¿quién es el ser humano y cómo lo podemos definir?
Se hizo el silencio y luego, poco a poco, hubo una lluvia de ideas. No faltó quien se sintiera incompetente para dar una definición, y no sólo sino que generalizó la imposibilidad de poder darla. Y así fueron manifestando muchas características totalmente acertadas y muy experimentadas en la propia vida. Algunas de ellas, compartidas con otras criaturas, como la sensibilidad, la movilidad, la facultad de reaccionar...; otras exclusivas de las personas, como la capacidad de elegir lo que se desea saber, o en quién se puede uno apoyar por sus cualidades que garantizan los resultados...
La cuestión es interesante, parece increíble poder saber de los demás y no de uno mismo, incluso tratándose de profesores cuya “materia prima” y destinataria de su labor son las personas, y aún así no saben cómo descifrarla. Es cierto que definir es difícil, es cierto que llegar a lo esencial cuesta trabajo, es cierto que es más fácil quedarse en la superficie y describir, es cierto que cada ser humano es un misterio, es cierto que aún cuando tenemos la misma naturaleza encontramos grandes diferencias con nuestros semejantes.
Por eso, se justifica el temor a definir seres tan ricos, pero esa misma riqueza nos capacita para definirnos. Además, hay quienes ya lo han hecho y lo han hecho muy bien. Aristóteles define al ser humano como animal racional. Santo Tomás de Aquino, como sujeto de naturaleza espiritual.
También, añado: la persona es un allí corpóreo-espiritual capaz de utilizar su libertad para transformar lo transformable e intercambiar bienes con los otros y trascender (1).
Por lo tanto, en las personas, situadas en el mundo, existe también un mundo interior, una realidad profunda manifiesta en la racionalidad, en la espiritualidad, en el ejercicio de la libertad, en la capacidad de transformar, en la capacidad de convivir. Todas estas características tienen un orden, ellas son posibles por la espiritualidad.
La espiritualidad es la parte no material que capacita al ser humano para pensar, para querer. Precisamente por no ser material no se capta por los sentidos, se capta por las operaciones que impulsa. Por ejemplo, hablamos de un mundo interior y, si reflexionamos sobre ello, hemos de admirarnos de que en nuestra intimidad quepan tantas vidas de nuestros seres queridos y de otras personas conocidas.
Están dentro porque las podemos relatar y, sin embargo, caben todas porque no ocupan lugar como lo ocupan los cuerpos. El ser humano es alguien con intimidad, por eso podemos ensimismarnos y descubrir lo que nos sucede por dentro, para luego comunicarlo y encontrar consejo, consuelo... o, también, para aconsejar, para consolar.
Muchas veces esta riqueza interior asusta y hay quienes prefieren no enterarse pues no saben qué hacer con tanto poder. Aunque de manera negativa, algo característico de la persona humana que la coloca en un plano absolutamente distinto de los animales, es la capacidad de disimular, de ocultar lo que siente, lo que piensa, lo que quiere.
Puede esconder y guardar su mundo para sí, aún a sabiendas de que tal hermetismo le puede dañar. Sólo el ser humano se puede poner una máscara y representar una comedia. Y nadie más.
Es muy importante conocer quiénes somos, pues a partir de ese dato, podemos abrirnos a todo lo demás. Por ejemplo, nos hacemos idea de la psicología animal y entonces captamos lo que sienten porque sabemos lo que sentimos nosotros. Pero también somos puntos de referencia para los conceptos básicos de las ciencias, como fuerza, velocidad, tiempo, que no basta describir con parámetros matemáticos pues están vinculados con la experiencia humana inmediata y sensorial. También los conceptos más elevados, necesarios para entender las formas superiores de la realidad como la finalidad, la estructura, la organización, la relación, remiten también a la propia experiencia interna de nuestro espíritu. Sin estos conceptos no podríamos ni analizar ni sintetizar.
Nada es más próximo a nuestro conocimiento que nosotros mismos, aunque como ya dijimos, somos una realidad rica y compela, no fácil de abarcar. Para incursionar en nuestra intimidad es necesario dividir y convertirnos en objeto de nuestra propia reflexión. Cada uno de nuestros aspectos solamente se puede analizar después de objetivarlo, comparándolo con otras realidades más simples.
Podemos conocer más de la composición de nuestro cuerpo cuando conocemos más de la composición de la materia. Y podemos caer más en las peculiaridades de nuestro espíritu cuando conocemos mejor la psicología animal.
Todas las variadas comparaciones que podemos hacer desde distintas perspectivas enriquecen el conocimiento de quiénes somos y estructuran las distintas ciencias que nos estudian.
Los descubrimientos de una y otra ciencia se complementan y así ampliamos la perspectiva de nuestra realidad inagotable (2). Sin embargo, el paisaje de nuestro mundo interior, de nuestra espiritualidad, es tan rico y complejo que descubrirlo en su integridad es casi imposible, y lo alcanzable es arduo. El trabajo intelectual es complicado y muchas veces no resulta fácil trenzar los datos, pero nos ayuda la luz de la intuición, fruto de las múltiples experiencias indispensables para llegar a tener este fenómeno. Con la intuición nos ahorramos pasos aunque nunca suplen la tarea de la investigación. Por eso, intuición e investigación se complementan para facilitar el buceo en nuestra realidad profunda.
Preguntas o comentarios
(1) López de Llergo, Ana Teresa. Educación en valores, educación en virtudes, CECSA, Patria Cultural, México, p. 11.
(2) Cfr. Lorda, Juan Luis. Para una idea cristiana del hombre, RIALP, Madrid, p.p. 17 – 18