Discurso al mundo académico en la República Checa
CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 3 de octubre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI el 27 de septiembre a rectores, profesores y estudiantes de universidades de la República Checa en el Salón Vladislav del Castillo de Praga.
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Señor presidente;
ilustres rectores y profesores;
queridos estudiantes y amigos:
El encuentro de esta tarde me brinda la grata oportunidad de manifestar mi estima por el papel indispensable que desempeñan en la sociedad las universidades y los institutos de estudios superiores. Doy las gracias al estudiante que me ha saludado amablemente en vuestro nombre, a los miembros del coro universitario por su óptima interpretación, y al ilustre rector de la Universidad Carlos, el profesor Václav Hampl, por sus profundas palabras. El mundo académico, sosteniendo los valores culturales y espirituales de la sociedad y a la vez dándoles su contribución, presta el valioso servicio de enriquecer el patrimonio intelectual de la nación y consolidar los cimientos de su desarrollo futuro. Los grandes cambios que hace veinte años transformaron la sociedad checa se debieron, entre otras causas, a los movimientos de reforma que se originaron en la universidad y en los círculos estudiantiles. La búsqueda de libertad ha seguido impulsando el trabajo de los estudiosos, cuya diakonía de la verdad es indispensable para el bienestar de toda nación.
Quien os habla ha sido profesor, atento al derecho de la libertad académica y a la responsabilidad en el uso auténtico de la razón, y ahora es el Papa quien, en su papel de Pastor, es reconocido como voz autorizada para la reflexión ética de la humanidad. Si es verdad que algunos consideran que las cuestiones suscitadas por la religión, la fe y la ética no tienen lugar en el ámbito de la razón pública, esa visión de ninguna manera es evidente. La libertad que está en la base del ejercicio de la razón -tanto en una universidad como en la Iglesia- tiene un objetivo preciso: se dirige a la búsqueda de la verdad, y como tal expresa una dimensión propia del cristianismo, que de hecho llevó al nacimiento de la universidad.
En verdad, la sed de conocimiento del hombre impulsa a toda generación a ampliar el concepto de razón y a beber en las fuentes de la fe. Fue precisamente la rica herencia de la sabiduría clásica, asimilada y puesta al servicio del Evangelio, la que los primeros misioneros cristianos trajeron a estas tierras y establecieron como fundamento de una unidad espiritual y cultural que dura hasta hoy. Esa misma convicción llevó a mi predecesor el Papa Clemente VI a instituir en el año 1347 esta famosa Universidad Carlos, que sigue dando una importante contribución al más amplio mundo académico, religioso y cultural europeo.
La autonomía propia de una universidad, más aún, de cualquier institución educativa, encuentra significado en la capacidad de ser responsable frente a la verdad. A pesar de ello, esa autonomía puede resultar vana de distintas maneras. La gran tradición formativa, abierta a lo trascendente, que está en el origen de las universidades en toda Europa, quedó sistemáticamente trastornada, aquí en esta tierra y en otros lugares, por la ideología reductiva del materialismo, por la represión de la religión y por la opresión del espíritu humano. Con todo, en 1989 el mundo fue testigo de modo dramático del derrumbe de una ideología totalitaria fracasada y del triunfo del espíritu humano.
El anhelo de libertad y de verdad forma parte inalienable de nuestra humanidad común. Nunca puede ser eliminado y, como ha demostrado la historia, sólo se lo puede negar poniendo en peligro la humanidad misma. A este anhelo tratan de responder la fe religiosa, las distintas artes, la filosofía, la teología y las demás disciplinas científicas, cada una con su método propio, tanto en el plano de una atenta reflexión como en el de una buena praxis.
Ilustres rectores y profesores, juntamente con vuestra investigación, hay otro aspecto esencial de la misión de la universidad en la que estáis comprometidos, es decir, la responsabilidad de iluminar la mente y el corazón de los jóvenes de hoy. Ciertamente, esta grave tarea no es nueva. Ya desde la época de Platón, la instrucción no consiste en una mera acumulación de conocimientos o habilidades, sino en una paideia, una formación humana en las riquezas de una tradición intelectual orientada a una vida virtuosa. Si es verdad que las grandes universidades, que en la Edad Media nacían en toda Europa, tendían con confianza al ideal de la síntesis de todo saber, siempre estaban al servicio de una auténtica humanitas, o sea, de una perfección del individuo dentro de la unidad de una sociedad bien ordenada. Lo mismo sucede hoy: los jóvenes, cuando se despierta en ellos la comprensión de la plenitud y unidad de la verdad, experimentan el placer de descubrir que la cuestión sobre lo que pueden conocer les abre el horizonte de la gran aventura de cómo deben ser y qué deben hacer.
Es preciso retomar la idea de una formación integral, basada en la unidad del conocimiento enraizado en la verdad. Eso sirve para contrarrestar la tendencia, tan evidente en la sociedad contemporánea, hacia la fragmentación del saber. Con el crecimiento masivo de la información y de la tecnología surge la tentación de separar la razón de la búsqueda de la verdad. Sin embargo, la razón, una vez separada de la orientación humana fundamental hacia la verdad, comienza a perder su dirección. Acaba por secarse, bajo la apariencia de modestia, cuando se contenta con lo meramente parcial o provisional, o bajo la apariencia de certeza, cuando impone la rendición ante las demandas de quienes de manera indiscriminada dan igual valor prácticamente a todo. El relativismo que deriva de ello genera un camuflaje, detrás del cual pueden ocultarse nuevas amenazas a la autonomía de las instituciones académicas.
Si, por una parte, ha pasado el período de injerencia derivada del totalitarismo político, ¿no es verdad, por otra, que con frecuencia hoy en el mundo el ejercicio de la razón y la investigación académica se ven obligados -de manera sutil y a veces no tan sutil- a ceder a las presiones de grupos de intereses ideológicos o al señuelo de objetivos utilitaristas a corto plazo o sólo pragmáticos? ¿Qué sucedería si nuestra cultura se tuviera que construir a sí misma sólo sobre temas de moda, con escasa referencia a una auténtica tradición intelectual histórica o sobre convicciones promovidas haciendo mucho ruido y que cuentan con una fuerte financiación? ¿Qué sucedería si, por el afán de mantener un laicismo radical, acabara por separarse de las raíces que le dan vida? Nuestras sociedades no serían más razonables, tolerantes o dúctiles, sino que serían más frágiles y menos inclusivas, y cada vez tendrían más dificultad para reconocer lo que es verdadero, noble y bueno.
Queridos amigos, deseo animaros en todo lo que hacéis por salir al encuentro del idealismo y la generosidad de los jóvenes de hoy, no sólo con programas de estudio que les ayuden a destacar, sino también mediante la experiencia de ideales compartidos y de ayuda mutua en la gran empresa de aprender. Las habilidades de análisis y las requeridas para formular una hipótesis científica, unidas al prudente arte del discernimiento, ofrecen un antídoto eficaz a las actitudes de ensimismamiento, de desinterés e incluso de alienación que a veces se encuentran en nuestras sociedades del bienestar y que pueden afectar sobre todo a los jóvenes.
En este contexto de una visión eminentemente humanística de la misión de la universidad, quiero aludir brevemente a la superación de la fractura entre ciencia y religión que fue una preocupación central de mi predecesor el Papa Juan Pablo II. Como sabéis, promovió una comprensión más plena de la relación entre fe y razón, entendidas como las dos alas con las que el espíritu humano se eleva a la contemplación de la verdad (cf. Fides et ratio, Introducción). Una sostiene a la otra y cada una tiene su ámbito propio de acción (cf. ib., 17), aunque algunos quisieran separarlas. Quienes defienden esta exclusión positivista de lo divino de la universalidad de la razón no sólo niegan una de las convicciones más profundas de los creyentes; además impiden el auténtico diálogo de las culturas que ellos mismos proponen. Una comprensión de la razón sorda a lo divino, que relega las religiones al ámbito de subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas que nuestro mundo necesita con tanta urgencia. Al final, "la fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad" (Caritas in veritate, 9). Esta confianza en la capacidad humana de buscar la verdad, de encontrar la verdad y de vivir según la verdad llevó a la fundación de las grandes universidades europeas. Ciertamente, hoy debemos reafirmar esto para dar al mundo intelectual la valentía necesaria para el desarrollo de un futuro de auténtico bienestar, un futuro verdaderamente digno del hombre.
Con estas reflexiones, queridos amigos, formulo mis mejores deseos y oro por vuestro arduo trabajo. Pido a Dios que todo ello se inspire y dirija siempre por una sabiduría humana que busque sinceramente la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8, 28). Sobre vosotros y sobre vuestras familias invoco las bendiciones divinas de alegría y paz.