sábado, 29 de enero de 2011

Homilía de Benedicto XVI en San Pablo Extramuros


Celebración conclusiva de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos


ROMA, martes 25 de enero de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el texto de la homilía pronunciada este martes por la tarde por el Papa Benedicto XVI en la Basílica romana de San Pablo Extramuros, con ocasión de la celebración conclusiva de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos.

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Queridos hermanos y hermanas,

Siguiendo el ejemplo de Jesús, que en la vigilia de su pasión oró al Padre por sus discípulos “para que todos sean una sola cosa” (Jn 17,21), los cristianos siguen invocando incesantemente de Dios el don de la unidad. Esta petición se hace más intensa durante la Semana de Oración que hoy concluye, cuando las Iglesias y comunidades eclesiales meditan y rezan juntos por la unidad de todos los cristianos.

Este año el tema ofrecido a nuestra meditación ha sido propuesto por las comunidades cristianas de Jerusalén, a las que quisiera expresar mi vivo agradecimiento, acompañado por la seguridad del afecto y de la oración tanto por mi parte como de la de toda la Iglesia. Los cristianos de la Ciudad Santa nos invitan a renovar y reforzar nuestro compromiso por el restablecimiento de la unidad plena meditando sobre el modelo de vida de los primeros discípulos de Cristo reunidos en Jerusalén: éstos – leemos en los Hechos de los Apóstoles (y lo hemos escuchado ahora) “se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). Éste es el retrato de la primera comunidad, nacida en Jerusalén el mismo día de Pentecostés, suscitada por la predicación que el Apóstol Pedro, lleno del Espíritu Santo, dirige a todos aquellos que habían llegado a la Ciudad Santa para la fiesta. Una comunidad no cerrada en sí misma, sino, desde su nacimiento, católica, universal, capaz de abrazar lenguas y culturas distintas, como el mismo libro de los Hechos de los Apóstoles nos atestigua. Una comunidad no fundada sobre un pacto entre sus miembros, ni de la simple participación en un proyecto o un ideal, sino de la comunión profunda con Dios, que se ha revelado en su Hijo, por el encuentro con el Cristo muerto y resucitado.

En un breve sumario, que concluye el capítulo iniciado con la narración del descendimiento del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, el evangelista Lucas presenta de modo sintético la vida de esta primera comunidad: cuantos habían acogido la palabra predicada por Pedro y habían sido bautizados, escuchaban la Palabra de Dios, transmitida por los Apóstoles; estaban juntos de buen grado, haciéndose cargo de los servicios necesarios y compartiendo libre y generosamente los bienes materiales; celebraban el sacrificio de Cristo sobre la Cruz, su misterio de muerte y resurrección, en la Eucaristía, repitiendo el gesto del partir el pan; alababan y daban gracias continuamente al Señor, invocando su ayuda en las dificultades. Esta descripción, sin embargo, no es simplemente un recuerdo del pasado ni tampoco la presentación de un ejemplo a imitar o de una meta ideal que alcanzar. Esta es en más bien la afirmación de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Es una comprobación, llena de confianza, de que el Espíritu Santo, uniendo a todos en Cristo, es el principio de la unidad de la Iglesia y hace de los fieles creyentes una sola cosa.

La enseñanza de los Apóstoles, la comunión fraterna, el partir el pan y la oración son las formas concretas de vida de la primera comunidad cristiana de Jerusalén reunida por la acción del Espíritu Santo, pero al mismo tiempo constituyen los rasgos esenciales de todas las comunidades cristianas, de todo tiempo y de todo lugar. En otras palabras, podríamos decir que representan también las dimensiones fundamentales de la unidad del Cuerpo visible de la Iglesia.

Debemos reconocer que, en el curso de las últimas décadas, el movimiento ecuménico, “surgido por el impulso de la gracia del Espíritu Santo” (Unitatis redintegratio, 1), ha dado significativos pasos adelante, que han hecho posible alcanzar convergencias alentadoras y consensos sobre diversos puntos, desarrollando entre las Iglesias y las Comunidades eclesiales relaciones de estima y respeto recíprocos, como también de colaboración concreta frente a los desafíos del mundo contemporáneo. Sabemos bien, con todo, que estamos aún lejos de esa unidad por la que Cristo rezó, y que encontramos reflejada en el retrato de la primera comunidad de Jerusalén. La unidad a la que Cristo, mediante su Espíritu, llama a la Iglesia, no se lleva a cabo sólo en el plano de las estructuras organizativas, sino que se configura, en un nivel mucho más profundo, como unidad expresada “en la confesión de una sola fe, en la celebración común del culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios” (ibid., 2). La búsqueda del restablecimiento de la unidad entre los cristianos divididos no puede reducirse por tanto a un reconocimiento de las diferencias recíprocas y a la consecución de una convivencia pacífica: lo que anhelamos es esa unidad por la que Cristo mismo rezó y que por su naturaleza de manifiesta en la comunión de la fe, de los sacramentos, del ministerio. El camino hacia esta unidad debe ser advertido como imperativo moral, respuesta a una llamada precisa del Señor. Por esto es necesario vencer la tentación de la resignación y del pesimismo, que es falta de confianza en el poder del Espíritu Santo. Nuestro deber es proseguir con pasión el camino hacia esta meta con un diálogo serio y riguroso para profundizar en el común patrimonio teológico, litúrgico y espiritual; con el conocimiento recíproco; con la formación ecuménica de las nuevas generaciones y, sobre todo, con la conversión del corazón y con la oración. De hecho, declaró el Concilio Vaticano II, el “santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo, supera las fuerzas y las capacidades humanas” y, por ello, nuestra esperanza debe ponerse en primer lugar “en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre por nosotros y en el poder del Espíritu Santo” (ibid., 24).

En este camino de búsqueda de la unidad plena visible entre todos los cristianos nos acompaña y nos sostiene el Apóstol Pablo, de quien hoy celebramos solemnemente la Fiesta de la Conversión. Él, antes de que se le apareciese el Resucitado en el camino de Damasco diciéndole: “¡Yo soy Jesús, a quien tú persigues!” (Hch 9,5), era uno de los más encarnizados adversarios de las primeras comunidades cristianas. El evangelista Lucas describe a Saulo entre aquellos que aprobaron la muerte de Esteban, en los días en que estalló una violenta persecución contra los cristianos de Jerusalén (cfr Hch 8,1). De la Ciudad Santa Saulo partió para extender la persecución de los cristianos hasta Siria y, después de su conversión, volvió allí para ser presentado ante los Apóstoles por Bernabé, el cual se hizo garante de la autenticidad de su encuentro con el Señor. Desde entonces Pablo fue admitido, no solo como miembro de la Iglesia, sino también como predicador del Evangelio junto con los demás Apóstoles, habiendo recibido, como ellos, la manifestación del Señor Resucitado y la llamada especial a ser “instrumento elegido” para llevar su nombre ante los pueblos (cfr Hch 9,15). En sus largos viajes misioneros Pablo, peregrinando por ciudades y regiones diversas, no olvidó nunca el vínculo de comunión con la Iglesia de Jerusalén. La colecta en favor de los cristianos de esa comunidad, los cuales, muy pronto, tuvieron necesidad de ser socorridos (cfr 1Cor 16,1), ocupó pronto un lugar importante en las preocupaciones de Pablo, que la consideraba no sólo una obra de caridad, sino el signo y la garantía de la unidad y de la comunión entre las Iglesias fundadas por él y la primitiva comunidad de la Ciudad Santa, como signo de la única Iglesia de Cristo..

En este clima de intensa oración, deseo dirigir mi cordial saludo a todos los presentes: al cardenal Francesco Monterisi, arcipreste de esta Basílica, al cardenal Kurt Koch, presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, y a los demás cardenales, a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, al Abad y a los monjes benedictinos de esta antigua comunidad, a los religiosos, a las religiosas, a los laicos que representan a toda la comunidad diocesana de Roma. De modo especial quisiera saludar a los hermanos y las hermanas de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales aquí representadas esta tarde. Entre ellos me es particularmente grato dirigir mi saludo a los miembros de la Comisión Mixta Internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Antiguas Iglesias Orientales, cuya reunión tendrá lugar aquí en Roma en los próximos días. Confiamos al Señor el buen desarrollo de vuestro encuentro, para que pueda representar un paso adelante hacia la tan deseada unidad.

[En alemán]

Quisiera dirigir un saludo particular también a los representantes de la Iglesia Evangélica Luterana Unita en Alemania, que han llegado a Roma guiados por el Obispo de la Iglesia de Baviera.

[En italiano]

Queridos hermanos y hermanas, confiados en la intercesión de la Virgen María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, invoquemos, por tanto, el don de la unidad. Unidos a María, que el día de Pentecostés estaba presente en el Cenáculo junto a los Apóstoles, nos dirigimos a Dios fuente de todo bien para que se renueve para nosotros hoy el milagro de Pentecostés, y, guiados por el Espíritu Santo, todos los cristianos restablezcan la unidad plena en Cristo. Amen.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]

sábado, 22 de enero de 2011

El Papa pide a cristianos profesar la fe y hacer el bien en respuesta a crisis moral




VATICANO, 21 Ene. 11 / 11:29 am (ACI)

Al recibir este mediodía a los dirigentes y agentes de la jefatura de Policía de Roma, el Papa Benedicto XVI señaló que ante la crisis de la moral y la verdad que afecta a la sociedad actual en todos los estratos, los cristianos tienen el deber de profesar la fe y hacer el bien.

Al comenzar su discurso el Santo Padre dijo que los profundos cambios de esta época "crean a veces una sensación de inseguridad, debido principalmente a la precariedad social y económica, agravada también por un cierto debilitamiento de la percepción de los principios éticos en los que se funda el derecho y de las actitudes morales personales, que siempre fortalecen esos ordenamientos".

"En nuestro mundo, con todas sus nuevas esperanzas y posibilidades, se tiene al mismo tiempo la impresión de que el consenso moral decae, y en consecuencia, las estructuras en la base de la convivencia no logran funcionar plenamente", explicó.

"Se asoma en muchos la tentación de pensar que las fuerzas movilizadas para la defensa de la sociedad civil están destinadas al fracaso. Ante esta tentación, nosotros, en particular, que somos cristianos, tenemos la responsabilidad de encontrar el modo de profesar la fe y de hacer el bien".

Tras destacar que "en nuestro tiempo se da una gran importancia a la dimensión subjetiva de la existencia", el Papa señaló que hay un "grave riesgo, porque en el pensamiento moderno se ha desarrollado una visión reduccionista de la conciencia, según la cual no hay ninguna referencia objetiva al determinar lo que es válido y lo que es verdadero, sino que el individuo, con sus intuiciones y experiencias, es el criterio; cada uno, por lo tanto, posee la propia verdad, la propia moral".

"La consecuencia más obvia es que la religión y la moral tienden a ser confinadas al ámbito del sujeto, de lo privado: la fe, con sus valores y sus comportamientos, ya no tiene derecho a un lugar en la vida pública y civil. Por lo tanto, si por un lado, se da una gran importancia en la sociedad al pluralismo y a la tolerancia, por otro, la religión tiende a ser gradualmente marginada y considerada irrelevante y, en cierto sentido, ajena al mundo civil, como si se tuviese que limitar su influencia en la vida humana".

"Por el contrario, para nosotros los cristianos, el verdadero significado de la 'conciencia' es la capacidad humana para reconocer la verdad, y, antes que nada, la oportunidad de escuchar su llamada, de buscarla y de encontrarla".

El Papa subrayó que "los nuevos retos de hoy exigen que Dios y el ser humano vuelvan a encontrarse, que la sociedad y las instituciones públicas reencuentren su 'alma', sus raíces espirituales y morales, para dar una nueva consistencia a los valores éticos y jurídicos de referencia y por tanto a la acción práctica".

"El mismo servicio religioso y de asistencia espiritual que, según la legislación actual, el Estado y la Iglesia se comprometen a proporcionar también al personal de la Policía de Estado, testimonia la fecundidad perenne de este encuentro".

Finalmente el Papa afirmó que "ka vocación única de la ciudad de Roma requiere hoy que los funcionarios públicos ofrezcan un buen ejemplo de interacción positiva y fructífera entre la sana laicidad y la fe cristiana. Sabed considerar siempre al hombre como un fin, para que todos puedan vivir de modo auténticamente humano. Como Obispo de esta ciudad, me gustaría invitaros a leer y meditar la Palabra de Dios, para encontrar en ella la fuente y el criterio de inspiración para vuestra acción".

sábado, 15 de enero de 2011

Mensaje del Papa en el primer aniversario del terremoto de Haití



Transmitido por el cardenal Robert Sarah, de viaje a este país


PUERTO PRÍNCIPE, miércoles 12 de enero de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación, por su interés, el mensaje del Papa Benedicto XVI al pueblo de Haití, que hay sido leído hoy en Puerto Príncipe por el cardenal Robert Sarah, presidente del Consejo Pontificio "Cor Unum" y enviado del Papa a este país caribeño para llevar un donativo.

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Con ocasión del primer aniversario del terrible seísmo que afectó a vuestro país causando numerosas víctimas, estoy cercano a todos vosotros, querido pueblo de Haití, asegurándoos mi oración, particularmente por los difuntos.

Deseo también daros una palabra de esperanza en la situación presente particularmente difícil. Es hora de reconstruir no solamente las estructuras materiales, sino sobre todo la convivencia civil, social y religiosa. Auguro que el pueblo de Haití sea el primer protagonista de su historia actual y de su futuro, confiando también en las ayudas internacionales ofrecidas con gran generosidad, a través de ayudas económicas y de voluntarios procedentes de todo el mundo.

Estoy presente a través de Su eminencia el cardenal Robert Sarah, presidente del Consejo Pontificio "Cor Unum". Os envío, con su presencia y su voz, mi aliento y mi afecto. Os confío a la intercesión de Notre Dame du Perpétuel Secours, Patrona de Haití, la cual, estoy seguro, no permanecerá indiferente a vuetsras oraciones. Que Dios bendiga a todo el pueblo de Haití".

[Traducción del italiano por Inma Álvarez]

sábado, 8 de enero de 2011

El Papa indica que la Navidad y la Pascua nos arrancan de la muerte

Durante la audiencia general de este miércoles



CIUDAD DEL VATICANO, jueves 6 de enero de 2011 (ZENIT.org).-

Benedicto XVI destacó la unidad existente entre la noche de Navidad y la de Pascua y afirmó que la Encarnación y la muerte y resurrección de Jesús nos abren a un futuro eterno.

Lo dijo durante la audiencia general de este miércoles 5 de enero, celebrada en el Aula Pablo VI del Vaticano, con peregrinos procedentes de todo el mundo.

“Encarnación y Pascua no están una junto a la otra, sino que son los dos puntos clave inseparables de la única fe en Jesucristo”, indicó.

“Sólo porque verdaderamente el Hijo, y en Él Dios mismo, 'descendió' y 'se hizo carne', la muerte y la resurrección de Jesús son acontecimientos que nos resultan contemporáneos y nos afectan, nos arrancan de la muerte y nos abren a un futuro en el que esta 'carne', la existencia terrena y transitoria, entrará en la eternidad de Dios”, explicó.

Y añadió que “en esta perspectiva unitaria del Misterio de Cristo, la visita al belén orienta a la visita a la Eucaristía, donde encontramos presente de modo real al Cristo crucificado y resucitado, al Cristo viviente”.

El Papa prosiguió indicando que “para captar el sentido de estos dos aspectos inseparables, es necesario vivir intensamente todo el tiempo navideño como la Iglesia lo presenta”.

Y destacó que la Iglesia lo presenta en sentido amplio, extendiéndose durante cuarenta días, “del 25 de diciembre al 2 de febrero, de la celebración de la Noche de Navidad, a la Maternidad de María, a la Epifanía, al Bautismo de Jesús, a las Bodas de Caná, a la Presentación en el Templo, precisamente en analogía con el Tiempo pascual, que forma una unidad de cincuenta días, hasta Pentecostés”.

Rescatar la Navidad

Además, Benedicto XVI destacó la necesidad de “rescatar este tiempo navideño de un revestimiento demasiado moralista y sentimental”.

En este sentido, destacó que “la celebración de la Navidad no nos propone sólo ejemplos a imitar, como la humildad y la pobreza del Señor, su benevolencia y amor hacia los hombres; sino que es más bien una invitación a dejarnos transformar totalmente por Aquel que ha entrado en nuestra carne”.

“Vivamos este Tiempo navideño con intensidad -exhortó-: tras haber adorado al Hijo de Dios hecho hombre y depositado en el pesebre, somos llamados a pasar al altar del Sacrificio, donde Cristo, el Pan vivo bajado del cielo, se nos ofrece como verdadero alimento para la vida eterna”.

“Y lo que hemos visto con nuestros ojos, en la mesa de la Palabra y del Pan de Vida, lo que hemos contemplado, lo que nuestras manos han tocado, es decir, al Verbo hecho carne -concluyó-, anunciémoslo con alegría al mundo y demos testimonio de él generosamente con toda nuestra vida”.

domingo, 2 de enero de 2011

Homilía del Papa durante las Vísperas de Acción de Gracias de fin de año

Ayer en la Basílica de San Pedro



CIUDAD DEL VATICANO, sábado 1 de enero de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía que el Papa Benedicto XVI pronunció ayer 31 de diciembre durante las primeras Vísperas de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios y de Acción de Gracias por el fin del año civil, en la Basílica de San Pedro.

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¡Queridos hermanos y hermanas!

En el fin del año, nos encontramos esta tarde en la Basílica Vaticana para celebrar las primeras vísperas de la solemnidad de María Santísima Madre de Dios y para elevar un himno de gracias al Señor por las innumerables gracias que nos ha dado, pero además y sobre todo por la Gracia en persona, es decir por el Don viviente y personal del Padre, que es su Hijo predilecto, nuestro Señor Jesucristo. Precisamente esta gratitud por los dones recibidos de Dios en el tiempo que se nos ha concedido vivir, nos ayuda a descubrir un gran valor inscrito en el tiempo: marcado en sus ritmos anuales, mensuales, semanales y diarios, está habitado por el amor de Dios, por sus dones de gracia; es tiempo de salvación. Sí, el Dios eterno entró y permanece en el tiempo del hombre. Entró en él y permanece en él con la persona de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, el Salvador del mundo. Es cuanto nos ha recordado el apóstol Pablo en la lectura breve poco antes proclamada: “Pero cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo … para hacernos hijos adoptivos” (Gal 4,4-5).

Por tanto, el Eterno entra en el tiempo y lo renueva de raíz, liberando al hombre del pecado y haciéndolo hijo de Dios. Ya ‘al principio’, o sea, con la creación del mundo y del hombre en el mundo, la eternidad de Dios hizo surgir el tiempo, en el que transcurre la historia humana, de generación en generación. Ahora, con la venida de Cristo y con su redención, estamos “en la plenitud” del tiempo. Como revela san Pablo, con Jesús el tiempo se hace pleno, llega a su cumplimiento, adquiriendo ese significado de salvación y de gracia por el que fue querido por Dios antes de la creación del mundo. La Navidad nos remite a esta 'plenitud' del tiempo, es decir, a la salvación renovadora traída por Jesús a todos los hombres. Nos la recuerda y, misteriosa pero realmente, nos la da siempre de nuevo. Nuestro tiempo humano está lleno de males, de sufrimientos, de dramas de todo tipo – desde los provocados por la maldad de los hombres hasta los derivados de las catástrofes naturales –, pero encierra ya, y de forma definitiva e imborrable la novedad gozosa y liberadora de Cristo salvador. Precisamente en el Niño de Belén podemos contemplar de modo particularmente luminoso y elocuente el encuentro de la eternidad con el tiempo, como le gusta expresar a la liturgia de la Iglesia. La Navidad nos hace volver a encontrar a Dios en la carne humilde y débil de un niño. ¿No hay aquí quizás una invitación a reencontrar la presencia de Dios y de su amor que da la salvación también en las horas breves y agotadoras de nuestra vida cotidiana? ¿No es quizás una invitación a descubrir que en nuestro tiempo humano – también en los momentos difíciles y duros – está enriquecido incesantemente por las gracias del Señor, es más, por la Gracia que es el Señor mismo?

Al final de este año 2010, antes de entregar los días y las horas a Dios y a su juicio justo y misericordioso, siento muy vivo en el corazón la necesidad de elevar nuestro “gracias” a Él y a su amor por nosotros. En este clima de agradecimiento, deseo dirigir un saludo particular al cardenal vicario, a los obispos auxiliares, a los sacerdotes, a las personas consagradas, como también a los muchos fieles laicos aquí reunidos. Saludo al señor Alcalde y a las Autoridades presentes. Un recuerdo especial va a cuantos están en dificultad y transcurren estos días de fiesta entre problemas y sufrimientos. A todos y a cada uno aseguro mi pensamiento afectuoso, que acompaño con la oración.

Queridos hermanos y hermanas, nuestra Iglesia de Roma está empeñada en ayudar a todos los bautizados a vivir fielmente la vocación que han recibido y a dar testimonio de la belleza de la fe. Para poder ser auténticos discípulos de Cristo, una ayuda esencial nos viene de la meditación cotidiana de la Palabra de Dios que, como escribí en la reciente Exhortación apostólica Verbum Domini, “está en la base de toda auténtica espiritualidad cristiana” (n. 86). Por esto deseo animar a todos a cultivar una intensa relación con ella, en particular a través de la lectio divina, para tener esa luz necesaria para discernir los signos de dios en el tiempo presente y a proclamar eficazmente el Evangelio. También en Roma, de hecho, hay cada vez más necesidad de un renovado anuncio del Evangelio, para que los corazones de los habitantes de nuestra ciudad se abran al encuentro con ese Niño, que nació por nosotros, con Cristo, Redentor del mundo. Pues, como recuerda el Apóstol Pablo, “la fe, por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo” (Rm 10,17), una ayuda útil en esta acción evangelizadora puede venir – como ya se experimentó durante la Misión Ciudadana de preparación al Gran Jubileo del año 2000 – por los “Centros de escucha del Evangelio", que animo a hacer renacer o a revitalizar no sólo en las casas, sino también en los hospitales, en los lugares de trabajo y en aquellos donde se forman las nuevas generaciones y se elabora la cultura. El Verbo de Dios, de hecho, se hizo carne por todos y su verdad es accesible a todo hombre y a toda cultura. He sabido con agrado del ulterior empeño del Vicariato en la organización de los "Diálogos en la Catedral", que tendrán lugar en la Basílica de San Juan de Letrán: estas significativas citas expresan el deseo de la Iglesia de encontrar a todos aquellos que están buscando respuestas a las grandes preguntas de la existencia humana.

El lugar privilegiado de la escucha de la Palabra de Dios es la celebración de la Eucaristía. El Congreso diocesano del pasado junio, en el que participé, quiso poner de manifiesto la centralidad de la Santa Misa dominical en la vida de cada comunidad cristiana y ofreció indicaciones para que la belleza de los divinos misterios pueda resplandecer mayormente en el acto celebrativo y en los frutos espirituales que derivan de él. Animo a los párrocos y a los sacerdotes a llevar a cabo lo indicado en el programa pastoral: la formación de un grupo litúrgico que anime la celebración, y una catequesis que ayude a todos a conocer más el misterio eucarístico, del que brota el testimonio de la caridad. Nutridos por Cristo, también nosotros somos atraídos en el mismo acto de ofrecimiento total, que empujó al Señor a dar su propia vida, revelando de ese modo el inmenso amor del Padre. El testimonio de la caridad posee, por tanto, una esencial dimensión teologal y está profundamente unida al anuncio de la Palabra. En esta celebración de acción de gracias a Dios por los dones recibidos en el curso del año, recuerdo en particular la visita que realicé al hostal de Caritas en la Estación Termini donde, a través del servicio y de la dedicación generosa de numerosos voluntarios, tantos hombres y mujeres pueden tocar con la mano el amor de Dios. El momento presente genera aún preocupación por la precariedad en la que se encuentran tantas familias y pide a toda la comunidad diocesana que esté cerca de aquellos que viven en condiciones de pobreza y dificultad. Que Dios, amor infinito, inflame los corazones de cada uno de nosotros con esa caridad que lo empujó a entregarnos a su Hijo unigénito.

Queridos hermanos y hermanas, somos invitados a mirar al futuro, y a mirarlo con esa esperanza que es la palabra final del Te Deum: "In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum! - Señor, Tu eres nuestra esperanza, no seremos confundidos eternamente". Quien nos entrega a Cristo, nuestra Esperanza, es siempre ella, la Madre de Dios: María santísima. Como antes a los pastores y a los magos, sus brazos y aún más su corazón siguen ofreciendo al mundo a Jesús, su Hijo y nuestro Salvador. En Él está toda nuestra esperanza, porque de Él han venido para todo hombre la salvación y la paz. ¡Amen!

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]