sábado, 18 de octubre de 2008

Benedicto XVI propone a Juan Pablo I como modelo de humildad




Discurso pronunciado hoy por el Papa Benedicto XVI durante el rezo del Ángelus a los peregrinos reunidos en el patio del Palacio Apostólico de Castel Gandolfo.

Ciudad del Vaticano, 28 de septiembre de 2008.


¡Queridos hermanos y hermanas!

Hoy la liturgia nos propone la parábola evangélica de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en su viña. De ellos, uno dice en seguida que sí pero luego no fue; el otro en cambio rechaza en ese momento, pero después, arrepintiéndose, secunda el deseo paterno. Con esta parábola Jesús confirma su predilección por los pecadores que se convierten, y nos enseña que hace falta humildad para acoger el don de la salvación. También san Pablo, en el fragmento de la Carta a los Filipenses que hoy meditamos, nos exhorta a la humildad: “Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores sí mismo”(Fl 2,3). Estos son los mismos sentimientos de Cristo, che, despojándose de la gloria divina por amor a nosotros, se hijo hombre y se rebajó hasta morir crucificado (cfr Fil 2,5-8). El verbo utilizado - ekenôsen - significa literalmente que Él “se vació a sí mismo”, y pone en claro la humildad profunda y el amor infinito de Jesús, el Siervo humilde por excelencia.

Reflexionando sobre estos textos bíblicos, he pensado en seguida en el Papa Juan Pablo I, del que precisamente hoy se cumple el trigésimo aniversario de su muerte. Él eligió como lema episcopal el mismo de san Carlos Borromeo: Humilitas. Una sola palabra que sintetiza lo esencial de la vida cristiana e indica la virtud indispensable de quien, en la Iglesia, está llamado al servicio de la autoridad. En una de las cuatro audiencias generales que celebró en su brevísimo pontificado, dijo entre otras cosas, con ese tono familiar que le caracterizaba: “Me limito a recomendar una virtud, tan querida al Señor, que dijo: aprended de mí que soy manso y humilde de corazón... Aunque hayáis hecho grandes cosas, decid: somos siervos inútiles”. Y observó: “En cambio, la tendencia, en todos nosotros, es más bien la contraria: lucirse” (Enseñanzas de Juan Pablo I, p. 51-52). La humildad puede considerarse su testamento espiritual.

Gracias precisamente a esta virtud, bastaron 33 días para que el Papa Luciani entrase en el corazón de la gente. En sus discursos usaba ejemplos sacados de la vida concreta, de sus recuerdos de familia y de la sabiduría popular. Su simplicidad esta vehículo de una enseñanza sólida y rica, que, gracias al don de una memoria excepcional y de una vasta cultura, enriquecía con numerosas citas de escritores eclesiásticos y profanos. Fue así un catequista incomparable, en las huellas de san Pío X, conciudadano suyo y predecesor antes que él en la cátedra de san Marcos y después en la de san Pedro. “Debemos sentirnos pequeños ante Dios”, dijo en aquella misma audiencia. Y añadió: “No me avergüenzo de sentirme como un niño ante su mamá: se cree en la mamá, yo creo en el Señor y en lo que Él me ha revelado” (ivi, p. 49). Estas palabras muestran todo el espesor de su fe. Mientras agradecemos a Dios por haberlo entregado a la Iglesia y al mundo, atesoramos su ejemplo, empeñándonos en cultivar su misma humildad, que le hizo capaz de hablar a todos, especialmente a los pequeños y a los alejados. Invocamos por ello a María Santísima, humilde Sierva del Señor.