Catequesis pronunciada por el Papa Benedicto XVI durante la audiencia general que ha tenido lugar en el Aula Pablo VI, en presencia de Su Santidad Aram I, catolicós de Cilicia de los Armenios.
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis del miércoles pasado hablé de la cuestión de cómo el hombre se hace justo ante Dios. Siguiendo a san Pablo, hemos visto que el hombre no es capaz de hacerse "justo" con sus propias acciones, sino que puede realmente convertirse en "justo" ante Dios sólo porque Dios le confiere su "justicia" uniéndole a Cristo su Hijo. Y esta unión con Cristo, el hombre la obtiene mediante la fe. En este sentido, san Pablo nos dice: no son nuestras obras, sino la fe la que nos hace "justos". Esta fe, con todo, no es un pensamiento, una opinión o una idea. Esta fe es comunión con Cristo, que el Señor nos entrega y que por eso se convierte en vida, en conformidad con Él. O con otras palabras, la fe, si es verdadera, es real, se convierte en amor, en caridad, se expresa en la caridad. Una fe sin caridad, sin este fruto, no sería verdadera fe. Sería fe muerta.
Hemos encontrado por tanto en la última catequesis dos niveles: el de la irrilevancia de nuestras obras para alcanzar la salvación y el de la "justificación" mediante la fe que produce el fruto del Espíritu. La confusión entre estos dos niveles ha causado, en el transcurso de los siglos, no pocos malentendidos en la cristiandad. En este contexto es importante que san Pablo, en la misma Carta a los Gálatas ponga, por una parte, el acento, de forma radical, en la gratuidad de la justificación no por nuestras fuerzas, pero que, al mismo tiempo, subraye también la relación entre la fe y la caridad, entre la fe y las obras: "En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad" (Gal 5,6). En consecuencia, están, por una parte, las "obras de la carne" que son fornicación, impureza, libertinaje, idolatría..." (Gal 5,19-21): todas obras contrarias a la fe; por la otra, está la acción del Espíritu Santo, que alimenta la vida cristiana suscitando "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Gal 5,22): estos son los frutos del Espíritu que surgen de la fe.
Al inicio de esta lista de virtudes se cita al ágape, el amor, y en la conclusión del dominio de sí. En realidad, el Espíritu, que es el Amor del Padre y del Hijo, infunde su primer don, el ágape, en nuestros corazones (cfr Rm 5,5); y el ágape, el amor, para expresarse en plenitud exige el dominio de sí. Sobre el amor del Padre y del Hijo, que nos alcanza y transforma nuestra existencia profundamente, traté también en mi primera encíclica: Deus caritas est. Los creyentes saben que en el amor mutuo se encarna el amor de Dios y de Cristo, por medio del Espíritu. Volvamos a la Carta a los Gálatas. Aquí san Pablo dice que, llevando el peso unos de otros, los creyentes cumplen el mandamiento del amor (cfr Gal 6,2). Justificados por el don de la fe en Cristo, estamos llamados a vivir en el amor a Cristo hacia el prójimo, porque es en este criterio en el que seremos juzgados al final de nuestra existencia. En realidad, Pablo no hace otra cosa que repetir lo que había dicho Jesús mismo y que se nos recordó en el Evangelio del domingo pasado, en la parábola del Juicio final. En la Primera Carta a los Corintios, san Pablo se deshace en un famoso elogio al amor. Es el llamado himno a la caridad: "Aunque hablara las lenguas de los hombre y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe... La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés..." (1 Cor 13,1.4-5). El amor cristiano es tan exigente porque surge del amor total de Cristo por nosotros: este amor que nos reclama, nos acoge, nos abraza, nos sostiene, hasta atormentarnos, porque nos obliga a no vivir más para nosotros mismos, cerrados en nuestro egoísmo, sino para "Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros" (cfr 2 Cor 5,15). El amor de Cristo nos hace ser en Él esa criatura nueva (cfr 2 Cor 5,17) que entra a formar parte de su Cuerpo místico que es la Iglesia.
Desde esta perspectiva, la centralidad de la justificación sin las obras, objeto primario de la predicación de Pablo, no entra en contradicción con la fe que opera en el amor; al contrario, exige que nuestra misma fe se exprese en una vida según el Espíritu. A menudo se ha visto una contraposición infundada entre la teología de san Pablo y Santiago, que en su carta escribe: "Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta" (2,26). En realidad, mientras Pablo se preocupa ante todo en demostrar que la fe en Cristo es necesaria y suficiente, Santiago pone el acento en las relaciones de consecuencia entre la fe y las obras (cfr St 2,2-4). Por tanto, para Pablo y para Santiago, la fe operante en el amor atestigua el don gratuito de la justificación en Cristo. La salvación, recibida en Cristo, necesita ser guardada y testimoniada "con respeto y temor. Es Dios de hecho quien obra en vosotros el querer y el obrar como bien le parece. Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones... presentando la palabra de vida", dirá aún san Pablo a los cristianos de Filipos (cfr Fil 2,12-14.16).
A menudo tendemos a caer en los mismos malentendidos que han caracterizado a la comunidad de Corinto: aquellos cristianos pensaban que, habiendo sido justificados gratuitamente en Cristo por la fe, "todo les fuese lícito". Y pensaban, y a menudo parece que lo piensen los cristianos de hoy, que sea lícito crear divisiones en la Igelsia, Cuerpo de Cristo, celebrar la Eucaristía sin ocuparse de los hermanos más necesitados, aspirar a los mejores carismas sin darse cuenta de que son miembros unos de otros, etc. Las consecuencias de una fe que no se encarna en el amor son desastrosas, porque se recude al arbitrio y al subjetivismo más nocivo para nosotros y para los hermanos. Al contrario, siguiendo a san Pablo, debemos tomar conciencia renovada del hecho que, precisamente porque hemos sido justificados en Cristo, no nos pertenecemos más a nosotros mismos, sino que nos hemos convertido en templo del Espíritu y somos llamados, por ello, a glorificar a Dios en nuestro cuerpo con toda nuestra existencia (cfr 1 Cor 6,19). Sería un desprecio del inestimable valor de la justificación si, habiendo sido comprados al caro precio de la sangre de Cristo, no lo glorificásemos con nuestro cuerpo. En realidad, este es precisamente nuestro culto "razonable" y al mismo tiempo "espiritual", por el que Pablo nos exhorta a "ofrecer nuestro cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios" (Rm 12,1). ¿A qué se reduciría una liturgia que se dirigiera solo al Señor y que no se convirtiera, al mismo tiempo, en servicio a los hermanos, una fe que no se expresara en la caridad? Y el Apóstol pone a menudo a sus comunidades frente al juicio final, con ocasión del cual todos "seremos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo en su vida mortal, el bien o el mal" (2 Cor 5,10; cfr anche Rm 2,16). Y este pensamiento debe iluminarnos en nuestra vida de cada día.
Si la ética que san Pablo propone a los creyentes no caduca en formas de moralismo y se demuestra actual para nosotros, es porque, cada vez, vuelve siempre desde la relación personal y comunitaria con Cristo, para verificarse en la vida según el Espíritu. Esto es esencial: la ética cristiana no nace de un sistema de mandamientos, sino que es consecuencia de nuestra amistad con Cristo. Esta amistad influencia a la vida: si es verdadera, se encarna y se realiza en el amor al prójimo. Por esto, cualquier decaimiento ético no se limita a la esfera individual, sino que al mismo tiempo devalúa la fe personal y comunitaria: de ella deriva y sobre ella incide de forma determinante. Dejémonos por tanto alcanzar por la reconciliación, que Dios nos ha dado en Cristo, por el amor "loco" de Dios por nosotros: nada ni nadie nos podrá separar nunca de su amor (cfr Rm 8,39). En esta certeza vivimos. Y esta certeza nos da la fuerza para vivir concretamente la fe que obra en el amor.